Era jueves. Un día común, sin promesas. Elena había salido temprano por primera vez en semanas. Había ido a una librería, luego se quedó en una cafetería leyendo. Necesitaba aire. Necesitaba salir de esa casa que no era suya, aunque su nombre estuviera en los papeles de propiedad.
Cuando volvió, ya anochecía.
Abrió la puerta y lo primero que vio fue el jarrón en la mesa del comedor.
Flores.
Rosas blancas y lavandas, frescas, aún con gotas de agua sobre los pétalos. El aroma inundaba el aire, envolviendo la estancia en algo nuevo, algo bello. Algo que no pertenecía al mundo en el que ella vivía desde que firmó ese contrato.
Se detuvo.
Por un segundo, su corazón quiso creer.
¿Y si…?
¿Y si Nicolás, por alguna razón inexplicable, había pensado en ella? ¿Y si esas flores eran un gesto? Un comienzo.
Se acercó, con pasos inseguros. Junto al jarrón, una pequeña tarjeta.
La tocó como si fuera de cristal.
Y leyó:
“Por siempre tú, aunque el tiempo nos juegue en contra. —V”
Valeria.
El corazón le cayó como una piedra dentro del pecho. Seca, densa, inevitable.
No eran para ella. Nunca lo habían sido.
Elena soltó la tarjeta, como si quemara. La habitación entera le pareció ajena. El perfume, insoportable. Dejó su bolso sobre la silla y fue directo al baño. Cerró la puerta. Se sentó en el suelo frío.
No lloró enseguida. Tardó. Como si el cuerpo necesitara comprender el dolor antes de dejarlo salir.
Lloró por lo que no era suyo. Por ese espacio donde ella no era más que un estorbo en la historia de amor de otros. Lloró con la rabia sorda de quien ha querido convencerse de que no siente nada, pero no puede seguir mintiéndose.
Estaba enamorada.
Y él no.
Horas después, Nicolás llegó.
La encontró en la cocina, preparando té. Ella ya había escondido la tarjeta en un cajón, había devuelto su rostro a esa máscara neutral que tan bien aprendió a usar.
Él se acercó al jarrón.
—¿Las viste?
Elena no contestó de inmediato. Luego asintió, sin mirarlo.
—Son bonitas —dijo.
—Valeria me las trajo. Dice que las lavandas le recuerdan a cuando fuimos a Francia.
Claro. Porque compartían recuerdos. Momentos. Viajes.
Elena nunca había salido del país.
—Qué bien —susurró. Su voz era un hilo delgado. Inofensivo.
—¿Todo bien contigo? —preguntó él, notando tal vez el temblor en su tono.
Ella le sonrió.
—Claro. ¿Por qué no lo estaría?
Pero por dentro, algo se rompía más cada segundo. Cada palabra que él le dedicaba a otra, cada detalle que no era para ella. Estaba comenzando a vivir en una cuerda floja entre la ilusión y la certeza.
Y el abismo la esperaba abajo.
Esa noche, al entrar a su cuarto, encontró un pequeño ramo de flores silvestres sobre su almohada. No había tarjeta. No sabía quién las había dejado.
Tal vez Nicolás.
Tal vez un intento de compensar.
O tal vez era la criada del edificio, equivocando habitaciones.
No lo preguntó.
Se acostó en silencio. Las puso sobre su mesa de noche y cerró los ojos.
Y aunque las flores no olían a lavanda ni venían con una carta, Elena se aferró a ellas como una niña que abraza algo roto, convencida de que aún puede repararse.
Pero en el fondo… sabía que no.
Editado: 23.05.2025