Fue una noche inesperadamente fría.
La calefacción del edificio falló por completo. Las ventanas empañadas y el vaho en el aire hacían del apartamento un lugar menos hospitalario de lo usual. Elena se envolvía en una manta sobre el sofá mientras intentaba leer, pero los dedos se le entumecían del frío. La luz tenue del comedor proyectaba sombras largas en las paredes, y el silencio parecía más denso de lo normal.
Nicolás llegó más temprano que de costumbre. Llevaba una botella de vino tinto en la mano y los hombros ligeramente encogidos.
—¿Ya llamaste al técnico? —preguntó, sacudiéndose el abrigo.
—Dijo que vendría mañana. —Elena no lo miró, aún sentada en el sofá—. Mientras tanto, puedes congelarte conmigo, si quieres.
No era una invitación. Sonaba más como una broma triste.
Él sonrió apenas.
—Tengo vino. Eso debería ayudar.
Esa noche no se fue a su habitación. Se sentó en el sofá junto a ella, dejando un espacio prudente entre ambos. Puso la botella en la mesa, sirvió dos copas y se las tendió como si ofreciera una tregua.
—¿Brindamos por algo? —preguntó Elena, mirando el líquido oscuro.
—Por sobrevivir esta farsa sin matarnos.
Ella se rió. Era una risa sincera, y Nicolás pareció sorprendido por el sonido.
—Salud por eso.
Bebieron en silencio durante un rato. Luego comenzaron a hablar. Primero de cosas pequeñas: el clima, el trabajo, los vecinos. Pero poco a poco las palabras se soltaron. Como si el vino derritiera la capa de indiferencia que siempre los cubría.
—¿Por qué Valeria? —preguntó Elena, sin saber de dónde había salido la pregunta.
Nicolás no respondió enseguida. Giró la copa entre los dedos.
—Porque con ella todo parece más fácil. Ella no me exige nada. Solo se ríe, y el mundo pesa menos.
—¿Y yo te peso? —preguntó, sin reproche. Solo curiosidad.
—Tú me haces pensar.
Elena bajó la mirada. No sabía si eso era un insulto o un cumplido.
—¿Y eso es malo?
—No. Es... incómodo.
Se quedaron en silencio. Afuera, la ciudad parecía dormida. Dentro, solo quedaban ellos dos, por primera vez sin máscaras. Sin la barrera del “esto es un contrato”, “esto es una obligación”, “esto es temporal”.
Solo ellos.
Elena se apoyó en el respaldo del sofá. Nicolás la miró. No como se mira a una sombra, sino como se mira algo que por fin empieza a revelar su forma.
—No eres como pensaba —murmuró él.
—¿Y cómo pensabas que era?
—Inofensiva. Fría. Un adorno de compromiso.
—Y ahora…
—Ahora no estoy seguro de nada.
El silencio volvió, pero esta vez fue cómodo. Cálido, a pesar del frío.
En algún momento, las copas quedaron vacías. Nicolás se acercó un poco más. No dijo nada. Solo estiró una mano y le apartó un mechón de cabello de la cara.
Ella no se movió.
Y él la besó.
No fue un beso perfecto. Fue torpe, algo tenso, lleno de dudas. Pero también fue real. Por primera vez desde que firmaron ese maldito contrato, hubo algo que no fue impuesto.
Ella cerró los ojos. Se permitió creer. Que tal vez… tal vez…
Pero cuando el beso terminó, Nicolás se levantó de golpe.
—Esto no debió pasar —dijo, sin mirarla.
—¿Por qué no?
—Porque no eres ella.
Esas palabras fueron un puñal.
Él se fue a su habitación sin decir más.
Y Elena, sola en el sofá, con el vino aún quemándole los labios, entendió que el carrusel había vuelto a girar. Que la cima había durado un suspiro.
Otra caída.
Más profunda.
Más cruel.
Porque ahora no solo lo amaba… ahora lo había probado.
Y sabía exactamente cuánto dolía no ser suficiente.
Editado: 23.05.2025