Lo que Nunca Fuimos

Capítulo 7: El día que casi la quiso

Los días después del beso fueron extrañamente silenciosos.

No hubo reproches. No hubo disculpas. No hubo menciones.

Nicolás evitaba mirarla. Y cuando lo hacía, sus ojos no tenían ni rastro de aquella tibieza que asomó esa noche en el sofá. Era como si hubiese retrocedido, como si hubiera levantado un muro aún más alto que antes. Uno donde Elena no solo no era bienvenida… sino invisible.

Ella fingió que nada había cambiado. Pero por dentro, cada segundo dolía.

Porque sí había cambiado.

Ella había cambiado.

Elena comenzó a observarse en el espejo con una especie de crueldad que nunca antes había tenido. Comparaba su reflejo con el recuerdo de Valeria. Su cabello lacio frente al ondulado natural de la otra. Su piel pálida frente al bronceado cálido de aquella mujer que parecía vivir bajo el sol.

Comenzó a arreglarse más. Usaba el perfume caro que había comprado para su boda y nunca abrió. Se maquillaba, con sutileza, como si quisiera parecer natural… pero más brillante, más viva. Empezó a vestir distinto, ropa que antes no habría elegido: colores que resaltaban, cortes más ajustados.

Y Nicolás lo notó. Claro que lo notó.

Pero no decía nada.

Solo observaba, de reojo. Como si no supiera cómo lidiar con esa nueva versión de ella.

Una mañana, mientras desayunaban en silencio, él finalmente lo dijo.

—Te estás esforzando mucho.

Elena levantó la vista. Sabía lo que significaba. Sabía lo que quería decir, aunque no usara todas las palabras.

—¿Y eso te molesta?

—No. Solo… no cambies por alguien más.

—¿Y si quiero cambiar por mí?

Nicolás la observó con una expresión ilegible. Luego bajó la mirada.

—Entonces hazlo. Pero no te conviertas en alguien que no eres solo porque yo no supe verte a tiempo.

La frase la golpeó en el estómago. Era un reconocimiento. Una grieta más.

Pero también era un límite.

No la amaba. Y aunque algo dentro de él empezara a agrietarse, no estaba dispuesto a dejar ir a Valeria. No estaba dispuesto a rendirse a lo que Elena representaba: lo real, lo complejo, lo inesperado.

Elena se encerró en su cuarto esa noche, frente al espejo. Se quitó el maquillaje lentamente, como quien arranca una máscara que se ha pegado demasiado a la piel.

—No soy ella —se dijo en voz baja—. Nunca seré ella.

Y por primera vez, no lo dijo con dolor.

Lo dijo con rabia. Con tristeza, sí, pero también con una nueva certeza: estaba perdiéndose a sí misma por alguien que no le tendía la mano. Que no daba el salto con ella.

Había aprendido a leer sus miradas. Sabía que Nicolás empezaba a sentir. Lo veía. Lo sentía. Pero lo negaba. Se resistía.

Y ese vaivén, ese "te miro pero no te toco", ese "te beso pero luego me escondo", era una forma de crueldad disfrazada de indecisión.

Un domingo por la tarde, Nicolás llegó con una sonrisa leve. Traía una bolsa con café de grano, el favorito de Elena. Se lo dejó sobre la encimera y dijo:

—Pensé que te gustaría. El otro se había acabado.

Ella lo miró largo. Por un instante, quiso agradecer. Quiso decirle que eso, ese gesto, era más valioso que cualquier ramo de flores. Pero no lo hizo.

Solo respondió:

—Gracias.

Y cuando él se fue, sola otra vez, comprendió que estaba atrapada en una historia donde el amor parecía posible… pero nunca suficiente.

Un espejismo que la hacía caminar por el desierto, creyendo que el oasis estaba a unos pasos más… cuando en realidad, solo había arena.

Y silencio.




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