Elena no esperaba nada esa noche.
No había señales. No hubo gestos nuevos. Nicolás se comportó con la misma distancia amable que venía cultivando como si fuera un escudo de protección. La tarde transcurrió en silencio, cada uno en su mundo, evitando cruzar esa mirada que los desnudaba.
Hasta que sonó el teléfono.
Valeria.
Nicolás contestó frente a ella, sin molestarse en buscar privacidad. Elena no escuchó todo, pero sí lo suficiente.
—…No lo sé, Val. Las cosas son más complicadas de lo que crees…
—No, no se trata solo de ti…
—No me pongas entre tú y ella. No es así…
Y luego, el silencio largo. Ese que solo ocurre cuando se dice algo que no se puede responder sin romper algo.
—Necesito pensar —fue lo último que dijo antes de colgar.
Elena no preguntó. Sabía que no debía. Pero algo en el aire había cambiado.
Algo que no se veía… pero que se sentía en la piel.
Esa noche, él la encontró en la sala, leyendo.
No dijo nada.
Solo se sentó a su lado, como antes. Pero esta vez más cerca.
Mucho más cerca.
—Estoy cansado —dijo él.
—¿De qué?
—De fingir que no siento nada.
Elena cerró el libro lentamente. El corazón empezó a latirle en la garganta.
—¿Y sí sientes?
—No debería. Pero sí.
Se miraron.
Esta vez, él no se contuvo.
La besó.
No como la vez anterior. No con duda, no con distancia. Fue un beso largo, profundo, lleno de años no vividos, de momentos aplazados. Las manos de él la tocaron con torpeza, como quien tiene miedo de romper algo frágil.
Elena sintió que todo su cuerpo temblaba. Pero no por miedo, sino por fin.
Por una promesa cumplida.
O eso creyó.
Terminaron en su habitación. Los cuerpos se encontraron como si el amor pudiera coser las heridas que las palabras nunca curaron. Ella se entregó no solo a él, sino a la idea de que, al fin, todo lo vivido no había sido en vano.
Esa noche no hubo máscaras.
No hubo Valeria.
No hubo contrato.
Solo ellos.
A la mañana siguiente, Nicolás no estaba en la cama.
Elena despertó sola. El frío volvió a colarse por las sábanas. En la cocina, sobre la mesa, había una taza de café… y un sobre.
Lo abrió con manos temblorosas.
Dentro, una nota escrita a mano:
“No fue un error. Pero tampoco fue una promesa.”
—N
Esa frase fue un disparo silencioso.
No fue un error.
Pero tampoco fue una promesa.
Eso lo decía todo.
Nicolás había cruzado la línea… pero no para quedarse.
Había venido a confirmar que aún podía hacerlo. A consolarse. A confundirse. A hundirse.
Pero no por amor.
Elena se quedó de pie, inmóvil. No lloró.
Ya no.
Porque eso era lo peor de todo: cuando el dolor deja de doler. Cuando una se acostumbra tanto a la ausencia, que hasta la presencia se vuelve hueca.
Se vistió. Se ató el cabello. Recogió las sábanas con la misma calma con la que uno recoge los restos de una fiesta que nunca fue para uno.
Y en silencio, supo: esta historia tenía fecha de vencimiento.
Aunque él aún no lo aceptara.
Editado: 23.05.2025