Lo que Nunca Fuimos

Capítulo 10: Resaca emocional

Elena dejó de esperarlo.

No porque no lo amara. No porque el deseo hubiera muerto. Sino porque comprendió que esperar de alguien que no sabe quedarse es como llenar una copa con agua rota.

Después de aquella noche —la noche en que él cruzó la línea— todo volvió a su rutina… o eso quiso hacer creer Nicolás. Seguía bajando por las mañanas con su café, saludándola con un leve “buenos días” como si no hubiera recorrido su piel con las manos horas antes. Como si sus labios no hubieran susurrado su nombre con los ojos cerrados.

Pero Elena ya no respondía como antes.

Ya no lo buscaba con la mirada.

Ya no servía dos platos por costumbre.

Comía sola.

Leía más.

Callaba más.

—¿Todo bien contigo? —le preguntó Nicolás una noche, al notar el cambio.

—Perfectamente —respondió ella sin levantar la vista del libro.

—Estás distinta.

—Estoy volviendo a ser yo. Tal vez nunca me conociste, eso es todo.

Él quiso decir algo, pero se lo tragó. Esa nueva versión de Elena no le gritaba, no reclamaba, no lloraba. Solo estaba ausente. Como una habitación vacía que alguna vez estuvo llena de luz.

Días después, Valeria volvió a llamar.

Nicolás se encerró en su cuarto para hablar con ella, pero Elena ya no se molestó en escuchar. Fue a la cocina, se sirvió un té, y subió el volumen de la música en sus auriculares. Canciones tristes, sí, pero elegidas por ella.

Había un tipo de dolor que dolía menos cuando se convertía en rutina.

Nicolás empezó a sentirse incómodo.

Porque ella ya no lo miraba como antes.

Ya no lo seguía con los ojos cuando él entraba.

Ya no parecía querer ganarse su atención.

Y eso lo desconcertaba. Lo frustraba. Porque sin quererlo —o sin admitirlo—, había empezado a necesitar ese brillo silencioso con el que ella lo miraba. Esa fidelidad muda. Ese amor que no pedía, pero que siempre estaba ahí.

Ahora, no estaba.

Y la casa se sentía más fría.

Más hueca.

Más suya… pero menos hogar.

Una noche, Nicolás la encontró en el balcón. Ella sostenía una copa de vino y miraba las luces de la ciudad.

—¿Pensando en escapar? —bromeó.

Elena lo miró de reojo.

—No. Escapar es de cobardes. Estoy aprendiendo a quedarme… sin esperarte.

Él bajó la cabeza. Sintió que esa frase tenía más peso que cualquier discusión que hubieran podido tener.

—No quería hacerte daño —murmuró.

—Entonces no lo hagas más.

Y volvió la vista al horizonte.

Nicolás se quedó un segundo más. Luego se dio la vuelta.

Por primera vez, fue él quien se sintió fuera de lugar en esa casa.

Esa fue la resaca.

No del vino.

Sino del amor mal correspondido.

De las promesas no hechas.

De las líneas cruzadas sin intención de quedarse.

Y Elena, en silencio, comenzó a entender algo más profundo:

No todo lo que duele vale la pena quedarse.

Y a veces, amar también significa saber soltar… incluso cuando el corazón no quiere.




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