Los días comenzaron a pasar como si alguien hubiera presionado "pausa" en todo lo que importaba.
La casa seguía igual. La vajilla en orden, los sillones limpios, la cafetera funcionando. Pero el aire era más denso. Más frío.
Elena no hablaba más de lo necesario. Nicolás no preguntaba.
Parecían dos extraños compartiendo espacio, como dos piezas mal encajadas de un rompecabezas forzado por otros.
Y lo peor de todo… es que esa calma era más cruel que cualquier discusión.
Elena ya no soñaba.
Dormía poco, comía poco. Sonreía aún menos. Se había vuelto una versión más delgada, más callada, más distante de sí misma. Una sombra de la mujer que intentó amar con todo lo que tenía.
Y Nicolás lo notaba.
Lo notaba en su manera de mirar por la ventana sin decir nada. En cómo se levantaba de la mesa antes de terminar de comer. En cómo evitaba incluso las caricias accidentales al pasar por su lado.
A veces la miraba y sentía algo parecido al miedo.
No porque ella pudiera hacerle daño.
Sino porque sabía que era él quien ya la había destruido.
Una tarde de sábado, ella entró en la cocina mientras él lavaba una taza. Se detuvo frente a él, sin rodeos.
—Necesito preguntarte algo —dijo, con la voz más firme de las últimas semanas.
Él dejó la taza y se secó las manos.
—Dime.
—¿Alguna vez pensaste en elegirme?
Silencio.
No de duda.
De culpa.
—No lo sé —respondió finalmente—. Creo que sí. Pero no lo suficiente.
Elena asintió despacio. No esperaba una mentira. Lo conocía demasiado para eso. Pero la verdad, aunque esperada, dolía igual.
—Gracias por no mentirme.
Se dio la vuelta. Salió de la cocina. Y él se quedó allí, mirando el agua que seguía corriendo del grifo, como si pudiera limpiar lo que ya estaba podrido.
Esa noche, ella hizo algo distinto.
Sacó una maleta.
No muchas cosas. Solo ropa, libros, su cuaderno, y un sobre con papeles que había guardado desde el primer día: el contrato del matrimonio. Ese papel que había sellado su vida a un destino que nunca eligió.
Nicolás la vio salir de su habitación con la maleta en mano.
—¿A dónde vas?
—A casa —dijo ella sin detenerse.
—Esta es tu casa…
Ella se giró. Lo miró con una ternura agotada.
—No. Este fue el lugar donde aprendí que a veces, el amor no basta. Que un hogar no se construye con promesas rotas.
Él dio un paso hacia ella. Pero no insistió.
Porque sabía que no tenía derecho a pedirle que se quedara.
Y eso fue lo más doloroso: darse cuenta de que había perdido algo que nunca fue completamente suyo… pero que sí le había sido dado con honestidad.
Esa noche, Elena durmió en un pequeño departamento que había alquilado semanas antes, en secreto.
Fue la primera noche que durmió sin pesadillas.
No porque ya no doliera.
Sino porque el dolor, al fin, tenía nombre.
Y forma.
Y pasado.
Ya no era una posibilidad.
Era una despedida.
Editado: 23.05.2025