Lo Que Nunca Fuimos o Seremos

Capítulo 2: El principio del desorden

La cafetería del campus estaba casi vacía. Afuera, las primeras gotas de lluvia golpeaban los ventanales con suavidad, como si el clima también quisiera escuchar lo que estaba por suceder ahí dentro.

Amaya se sentó frente a Elías, aún con la incomodidad de la mancha en su camisa, pero de algún modo... ya no le molestaba tanto. Él volvió con dos cafés y una servilleta extra. Se la entregó sin decir nada, con esa naturalidad que solo tienen quienes saben observar sin invadir.

-Gracias -dijo ella, mirando su taza-. No suelo tomar café con extraños.

-Yo tampoco suelo derramarlo encima de personas interesantes -respondió él, con una sonrisa ladeada.

Amaya alzó una ceja, sin poder evitar una pequeña risa.

-¿Siempre hablas así?

-¿Así cómo?

-Como si supieras lo que vas a provocar.

Elías bajó la mirada, pensativo.

-No lo sé. Supongo que a veces uno dice lo que siente sin pensarlo demasiado.

Ella se quedó en silencio por unos segundos. Eso... la descolocó. Estaba acostumbrada a las conversaciones simples, esas donde las personas hablan mucho sin decir nada. Pero él, con tan poco, decía demasiado.

-¿Qué estudias? -preguntó para romper la tensión que se estaba formando.

-Arquitectura -respondió él-. Tercero ya. Aunque a veces me dan ganas de tirarlo todo y dedicarme a escribir.

-¿Escribir? ¿Qué escribirías?

Elías la miró fijamente.

-Historias como esta. Dos personas que no se buscan, pero se encuentran. Y que quizás no vuelvan a verse nunca, pero ese primer instante ya les cambió algo por dentro.

Amaya tragó saliva. No supo qué responder. ¿Cómo alguien podía hablarle al alma sin conocerla?

-Suena a algo triste -susurró.

-No. Suena a verdad -dijo él.

Y entonces el silencio se acomodó entre ellos, no como un vacío, sino como un refugio. No hablaron más. Solo bebieron café mientras se miraban como si ya supieran que, aunque sus caminos siguieran en direcciones diferentes, ese momento iba a quedarse en su memoria como un tatuaje invisible.

Cuando se levantaron, él le sonrió por última vez.

-Nos vemos, Amaya.

-¿Estás seguro?

-No. Pero ojalá que sí.

Ella se quedó viendo cómo se alejaba entre la lluvia, con las manos en los bolsillos y la espalda encorvada por el frío. No sabía por qué, pero sintió que acababa de perder algo que aún no tenía.

Y así comenzó el verdadero desorden.
No el del café derramado.
Sino el del alma.




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