El tiempo pasó sin que Amaya pudiera deshacerse de la imagen de Elías. No era su culpa. La había visto antes en la universidad, entre las multitudes de estudiantes y las caras conocidas, pero nunca le había prestado demasiada atención. Era uno de esos chicos con los que se cruzaba en los pasillos, pero que nunca formaban parte de su día a día. Sin embargo, algo había cambiado. Algo había sido sembrado en ese encuentro casual.
Días después, su mente todavía lo traía a colación. Y aunque lo intentó, no podía evitar preguntarse si él también pensaba en ella.
Amaya trataba de concentrarse en sus estudios, pero había algo en la quietud de las noches solitarias, cuando su cuarto estaba sumido en el silencio, que la hacía pensar en las palabras que él había dicho.
"Dos personas que no se buscan, pero se encuentran."
En las semanas que siguieron, se encontró con él en varios rincones del campus. A veces en la biblioteca, a veces en la cafetería, pero ninguno de esos encuentros se sentía como el primero. La magia del instante se había disipado, dejándolos en un incómodo punto intermedio: ambos querían acercarse, pero ninguno se atrevía.
Elías tampoco hablaba de más. Cuando sus miradas se encontraban, él le sonreía, pero siempre parecía que había algo más que él guardaba. Ella no lo sabía, pero él lo sentía. Y tal vez, por eso, también se alejaba.
Amaya había comenzado a entender la verdad detrás de esa indiferencia: ninguno quería ser el primero en dar el paso. Ninguno quería romper la burbuja de comodidad que los mantenía cerca, pero a la vez, a una distancia segura. Sabían que sus vidas ya no se cruzaban solo por casualidad, sino por decisión propia.
El día que Amaya decidió que ya no lo vería más, sucedió sin previo aviso.
Estaba en la biblioteca, sumida en una lectura obligatoria de su curso, cuando alguien se sentó a su lado. Cuando alzó la mirada, se encontró con los mismos ojos verdes de siempre. Elías no tenía una sonrisa en el rostro, ni una palabra preparada. Solo miraba la página frente a él, como si esperara algo.
-¿Qué estás leyendo? -preguntó él, rompiendo el silencio.
Amaya se encogió de hombros, algo nerviosa.
-Nada importante. Solo algo para el curso.
-Te he estado viendo, Amaya -dijo, sin apartar la vista del libro-. Nos hemos estado mirando durante semanas, pero nunca hemos hablado como dos personas que realmente se conocen. Como si todo el tiempo nos estuviéramos engañando.
Amaya apretó los labios. No entendía a qué se refería, pero algo en su voz hizo que la respuesta quedara atrapada en su garganta.
-Entonces, ¿por qué no hablamos? -preguntó ella, casi sin pensarlo. Sus palabras fueron como una provocación, un desafío. Pero al mismo tiempo, un deseo guardado.
Él la miró por un momento largo, pensativo, como si evaluara las opciones de lo que realmente quería. Después, con calma, dejó el libro en la mesa y se giró hacia ella.
-Porque hablar, a veces, solo complica las cosas. Lo que siento por ti no tiene nombre. Ni siquiera sé si es amor. Pero... es algo que no puedo ignorar.
Amaya no podía respirar. Esas palabras le llegaron como una ola gigante, llevándose consigo la calma con la que había vivido hasta ese momento. Sus ojos brillaron con algo que no quiso dejarse ver. Algo tan profundo que aún no podía entender.
-¿Y por qué no puedes ignorarlo? -preguntó ella, aunque en el fondo ya sabía la respuesta.
-Porque lo que no se dice, lo que no se enfrenta, lo que callamos... se vuelve un fantasma. Y me está acechando. Lo sé. Lo sientes, ¿verdad?
Amaya bajó la mirada, incapaz de sostener su mirada. Las palabras de Elías se clavaron en su pecho, como una verdad amarga y tentadora.
-¿Y qué vamos a hacer con eso? -preguntó finalmente, su voz un susurro.
Él sonrió, pero fue una sonrisa triste, como si se despidiera de algo que no se iba a vivir.
-Nada. No haremos nada. Porque a veces, lo que no se hace... es lo único que tiene sentido.
Y de nuevo, la distancia se estableció entre ellos. Elías se levantó y caminó hacia la puerta de la biblioteca. Amaya permaneció sentada, inmóvil, mirando la página en blanco de su libro. Sabía que, de alguna forma, esa conversación había sellado un pacto tácito entre ellos: lo que sentían sería un secreto sin palabras. Un amor sin promesas.
Algo que nunca se diría. Algo que nunca llegaría a ser.