21 de Julio, 2017
Debo confesar que cuando me case a los dieciocho años, creía ciegamente que el primer amor era para siempre.
¡Error!
Y lo peor fue descubrirlo en carne propia.
El proceso fue tan sutil e indoloro que cuando lo note, ya era demasiado tarde para tratar de arreglarlo.
La caída a la realidad resultó dura, más para él que para mi. Porque al menos yo llevaba paracaídas, ya que, fui yo quién de los dos tuvo el valor de asumir que el amor entre ambos había desaparecido con el tiempo; pero para él fue caída libre, improvisada, porque nunca quiso darse por enterado de que algo en nuestra relación venía fallando desde hacia mucho.
Me aleje, lo llore, me culpe, lo asumí, me resigne y luego transcurrió un año en el qué estuve sola, reencontrandome conmigo, tratando de descifrar que era lo que de verdad quería para mi vida.
Había fracasado en mi matrimonio y lo acepté, pero decidí no quedarme estancada.
Y así llego la liberación.
Un café trajo a Emiliano a mi vida, y lo digo literalmente porqué así lo conocí. Fue a principios de año, en enero, yo trabajaba en una cafetería como mesera, necesitaba pagar mis cuentas y el sueldo ahí era decente.
Nunca me he considerado una persona superficial que se fija en las personas por su apariencia, especialmente a la hora de enamorarme. No se ustedes, pero a mi no me enamora una cara y cuerpo bonito, menos si tiene una personalidad de la mierda, porque eso sin duda rompe el encanto. Pero también sería una hipócrita si negará que no me fijaba en hombres guapos e inalcanzables, esos con rostro de bebé y cuerpo escultural. Como todas las mujeres tenía mis propios estándares para interesarme en alguien, aunque a la hora de elegir siempre me salía de ellos, porque si me hacia reír y era capaz de sostener un conversación interesante, para mi ya calificaba como posible conquista.
Eso sucedió con Emiliano.
Aunque físicamente era el tipo de hombre que me gustaba, blanco, alto y de buena complexión; todo en él no era muy agraciado, tenía una cara nada llamativa. Si bien tenía unos lindos ojos atigrados, unas ojeras bastante grandes le restaban encanto, a comparación con su nariz grande y la boca pequeña que no encajaba para nada con su rostro y de sus orejas ni hablar, con decirles que odiaba siquiera que se las tocarán. Emiliano era toda una contradicción en si, pero tenía el sexappel (sexapil) con el que no todo el mundo contaba. Su personalidad osada me atrapó desde el minuto uno, su seguridad al hablarme y la confianza en si mismo fue la cereza del pastel.
Y fue justo eso lo que me hizo caer con él y decidir romper mi luto vaginal. Emiliano me enseño que el sexo es un placer que nos podemos dar, cuando queramos, dónde queramos y con quién queramos.
Quién no haya caído con un feo alguna vez en su vida, es un gran mentiroso.
Con Emiliano tuve un nuevo despertar en mi sexualidad, esa osadía que nunca sentí cuando estuve casada y perdí mi virginidad. Con mi ex esposo todo fue normalito y nada más; quizás porque ninguno de los dos había experimentado en ese ámbito con otras personas.
Siendo ese deseo sexual latente que ahora recidía en mí, lo que me llevo a mi perdición.
—Baila conmigo, brujita –pidió Cristóbal por segunda vez.
—Ya te dije que bailo fatal –mentí descaradamente, porque en realidad bailo muy bien, solo que la vergüenza me cohibía.
Cristóbal seguía moviendo su cuerpo frente a la silla que ocupaba, con sus manos extendidas en mi dirección como clara invitación y una sonrisa tan coqueta que sin duda me estaba tentando.
Alejé mis manos cuando intento agarrarme y negué con movimientos de cabeza.
—Vamos brujita, no seas así –rogó—. Mira que viaje dos horas hasta aquí para verte, me prometiste mostrarme tú sonrisa y desde que llegamos estás muy tensa.
Lo miré y él hizo un gesto de obviedad.
—Tienes razón, perdón.
Él negó, —El perdón solo se le pide a Dios, niña. Mejor ven a bailar conmigo y así me cuentas qué te ocurre.
Me tendió una vez más su mano y está vez si la cogí. Él hizo gesto de victoria a lo que yo sonreí, siendo luego arrastrada hacia el centro del bar dónde me había traído.
Al verlo bailar con tal descaro y soltura, moviendo su cadera con tanta agilidad, hizo cruzar por mí cabeza el pensamiento loco de que quizás Cristóbal llevaba una vida secreta como estriper. Quizás bailaba en un tubo vestido de bombero, pensé sin controlar la risa; los tragos ya estaban haciendo efecto.
—¿De qué te ríes? –cuestionó sin dejar de moverse a mi lado al ritmo de un reggaeton.
—De lo ridícula que me debo ver bailando a tu lado –dije encogiendome de hombros—. Bailas muy bien.
Sin inmutarse, siguió meneandose y sin importarle nada me atrajo hacia su pecho lo más cerca posible y continuó bailando de forma aún más sugerente, logrando de esa forma que el rocé de nuestros cuerpos despertará en mí sensaciones muy placenteras y no aptas para todos.
Controlando un poco mis pecaminosos pensamientos, me giré lejos de él y continúe con nuestro bailé. Ya se me había olvidado la vergüenza y se me había calentado el cuerpo entero.
—¿Cuantos años tienes? –cuestione de improviso, sintiendo curiosidad sobre ese punto.
Él me dedico una mirada juguetona y acercándose de nuevo a mi, susurro en mi oído.
—¿Cuantos opinás tú?
Le miré y sin pensarlo mucho respondí:— Treinta y seis creó yo.
Su risa socarrona no se hizo esperar y con un gesto de su dedo me pidió acercarme de nuevo para volver a susurrar:—Me halagas, primita. Pero en realidad tengo cuarenta.
Sin disimular mi reacción volví a mi posición y lo miré asombrada, incluso deje de bailar.
—Me estás jodiendo –respondí sin poder creerlo—. ¿En serio esa es tú edad? –Asintió con una sonrisa en los labios. Me tomó por la cintura y me hizo volver a bailar a su ritmo—. Pués luces muy bien para ser tan mayor.