Él vio que al sonreír se le formaban dos arrugas oblicuas a ambos lados de la nariz. Hye-seong, sin saber qué decir, le devolvió la sonrisa. Su padre también sonrió. Hye-seong hizo una genuflexión en el centro de la habitación. Una sensación surrealista de vértigo lo embargó cuando tomó conciencia de que los dedos de sus pies sudaban más que antes. La mujer le pidió a su padre que le alcanzara el colutorio bucal. Se enjuagó la boca y escupió en una palangana poco profunda. Su padre le explicó que la mujer no podía cepillarse los dientes pues tenía las encías hinchadas.
—Tendrás calor, visto que no podemos encender el aire acondicionado —dijo ella con voz débil—. Al parecer, las parturientas no debemos pasar frío. ¿Por qué no lo llevas a ver al bebé?
Padre e hijo salieron de la habitación y bajaron utilizando la escalera de emergencia. Detrás del cristal de un ventanal vio a los recién nacidos, todos en hilera, uno al lado del otro. Su padre se detuvo en el centro de la gran cristalera y señaló a Yu-ji. Todavía no le habían puesto ese nombre. La criatura, completamente fajada, era increíblemente pequeña y tenía la cara roja y arrugada. Solo un rostro de mil años podía tener semejante aspecto. Su padre dio unos golpecitos en el cristal con los nudillos.
—Mira, es tu hermano —le dijo a su hija—. Dile hola.
El bebé no movió una pestaña. Hye-seong, algo turbado, levantó la palma de la mano, pero la bajó enseguida. Sintió que se quedaba sin aliento, como zarandeado por una fuerza extraña. El bebé arrugó la nariz y rompió a llorar. Una enfermera lo alzó para calmarlo. Hye-seong no lloró.
Nunca se le ocurrió preguntarse por qué su padre lo había llevado allí aquel día. Cuando se hizo mayor, empezó a entender que Sang-ho era un hombre simple, estrecho de miras, que vivía a su aire y hacía cosas que a duras penas habría sido capaz de explicar. De pequeño, Hye-seong se había preguntado cómo era que se producía la vida, pero a poco de nacer Yu-ji descubrió que un bebé era concebido por un hombre que metía su pene dentro de una mujer y soltaba el semen. Cuando se enteró de eso, no dijo una palabra, se levantó de la mesa, fue al lavabo y vomitó.
Desde entonces, los años transcurrían sin que nada extraordinario ocurriera en la vida de Hye-seong, como la correa que se va desgastando en el interior de un coche sin que nadie lo note, acallada por el estrepitoso runrún del motor. Todas las mañanas saludaba a su medio hermana, a su madrastra y a su padre. Recientemente se había dado cuenta, asombrado, de que tenía veinte años.
Ese domingo, después de desayunar, la familia se dispersó y cada uno se refugió en su ámbito privado. Tres otoños atrás, Sang-ho había comprado esa vivienda de dos plantas, que disponía, en la planta baja, de un dormitorio principal, un cuarto de vestir y una cocina, y de tres habitaciones en la planta superior. El cuarto de Eun-seong, vacío durante trescientos días del año, estaba intercalado entre los de Hye-seong y de Yu-ji.
Como siempre, Hye-seong cerró la puerta con llave, pese a que la única persona capaz de entrar sin llamar era Eun-seong. Su padre ni se asomaba a la escalera que conducía al segundo piso, jamás, y Ok-yeong subía exclusivamente para ir al cuarto de Yu-ji o a colgar toallas limpias en el lavabo. Las únicas que entraban regularmente en el dormitorio de Hye-seong eran las empleadas domésticas, que rotaban a menudo, para acomodar la ropa interior limpia y bien doblada en los cajones del armario. Se tendió en su cama. Seguía con la boca seca; del esófago le subió un eructo agrio.
Se sentía presionado. Faltaban apenas diez días para el comienzo del semestre de primavera. Debería haber avisado a su padre que pensaba tomarse unas vacaciones, pero algunas cosas lo habían desaconsejado. Más que nada, la perspectiva del dinero destinado a pagar su matrícula, algo muy tentador. Poco tiempo atrás, le había enseñado a su padre la factura que había falsificado con sumo esmero. Sang-ho estaba viendo la última vuelta del torneo LPGA por el canal de golf. En medio del ruido que metían las exageradas exclamaciones de admiración que puntuaban los comentarios del locutor deportivo, Hye-seong oyó su propio corazón latiendo con fuerza. Sabía que Sang-ho no iba a examinar la factura, pero igualmente se puso tenso. Su padre podría decirle que, en lugar de entregarle a él el efectivo, iría al banco y haría un giro telegráfico por el monto de la matrícula. Pero, nada, su padre echó un vistazo a la factura y sacó de su billetera unos cheques.
—¡Menudos ladrones! —protestó, aunque en realidad parecía feliz de haber encontrado por fin algo que pudiera criticar con razón.
Editado: 08.07.2024