Lo que nunca sabras

Paladar delicado

Quienes no la conocían a menudo le preguntaban cuántos hermanos tenía, probablemente porque creían que eso era más seguro que preguntarle a qué partido apoyaba o cuánto dinero tenía en el banco. Y cada vez que le hacían esa pregunta, Eun-seong respondía alegremente que tenía un hermano menor. No ocultaba de manera consciente la existencia de su medio hermana, catorce años menor que ella. No era que odiase a la niña, solo que, a decir verdad, nunca pensaba en ella como una hermana.

Y tampoco nunca había hablado con Yu-ji más que unos minutos. Cuando iba a Bangbae-dong, algo que casi nunca hacía, no veía motivos para ocupar el mismo espacio que la niña, quien tampoco se molestaba demasiado en ser simpática con ella. Yu-ji era —¿cómo decirlo?— la clase de niña cuyos ojos no mentían. Nunca interrumpía la conversación de los adultos, siempre daba una respuesta breve cuando le hacían una pregunta y nunca charlaba espontáneamente. Con su actitud, Yu-ji lograba que Eun-seong se sintiera cómoda e incómoda al mismo tiempo. La niña no se comportaba así solo con su medio hermana; era indiferente con todos por igual. Posiblemente nunca le había sonreído a alguien con amabilidad o dulzura, ni a Hye-seong ni a su papá, ni siquiera a su propia madre. Su padre y Ok-yeong se comportaban con Yu-ji como dos idiotas con un amor no correspondido, aunque de maneras distintas, y Eun-seong se regocijaba secretamente al ver cómo los desesperaba la insensibilidad de la niña. Pero todo eso le dejaba un sabor amargo en la boca. Yu-ji no necesitaba ser zalamera para llamar la atención y tampoco tenía que suplicar el amor de sus padres.

Eun-seong no recordaba cuándo había descubierto la existencia de la niña. Pero sí recordaba con toda claridad la primera fiesta de cumpleaños de Yu-ji. Fue en un restaurante chino muy grande, en Mapo, no se acordaba bien dónde. La tía abuela llevó a Eun-seong y Hye-seong, y Eun-seong apretaba con fuerza la mano de su hermano mientras entraban juntos el pasillo cubierto por una sucia alfombra roja. Los hicieron pasar a una vasta habitación. Los hermanos de su padre con sus esposas, a quienes no habían visto en mucho tiempo, se encontraban allí con otros adultos que ellos no conocían. Eran seguramente parientes de su madrastra. Su madrastra, de traje sastre azul, pelo corto y una media melena con flequillo remetida detrás de las orejas, como anfitriona de la primera fiesta de cumpleaños de su hija parecía una presentadora

de televisión haciendo el recuento de votos en las elecciones.

Uno tras otro fueron llegando apetitosos manjares que Eun-seong no conocía. En el centro de las mesas circulares había grandes fuentes redondas dispuestas sobre bandejas giratorias. Su primo, que tenía aproximadamente la edad de Hye-seong, se puso a toquetear una de las bandejas y la hizo girar varias veces, y su madre le pegó en la mano para que dejara de hacerlo. Hye-seong cogió unos cacahuetes fritos con sus palillos y los dejó caer sobre la mesa. La hermana menor de papá lo tranquilizó: «No es nada. No es fácil utilizar los palillos. Yo no lo hacía tan bien como tú cuando tenía tu edad, pero cuando seas mayor lo harás como un experto.»

Eun-seong estaba desconcertada, puesto que normalmente su hermano no era torpe con los palillos. Trató de pensar en algo para replicarle, pero la tradicional ceremonia había comenzado y la gente observaba a la niña esperando ver qué artículo cogería, que simbolizaría su destino en la vida. Después de instarla a coger uno a fuerza de mimos y halagos, la criatura estiró la manita hacia un manojo de cintas.

—¡Oh, tendrá larga vida! —dijo alguien en voz alta, y su padre rio abriendo la boca como un idiota. Era una expresión entre nerviosa y feliz que ella nunca había visto antes en su padre. Eun-seong cerró los ojos.

Cuando la fiesta llegaba a su término, una mujer de unos sesenta años se acercó a los hermanos. Era muy baja y delgada, de apariencia tan frágil que si alguien la hubiera sacudido por los hombros se habría roto. Eun-seong supo más tarde que el vestido rojo que llevaba, con su cuello alto chino, se llamaba qipao.

—Quería estar un rato con vosotros —les dijo la mujer.

Eun-seong no sabía qué hacer puesto que la mujer, aunque usaba un vestido chino, habló en coreano, con acento de la provincia de Chungcheong. Sacó de su bolso unos billetes de diez mil wones y se los dio a Hye-seong. El niño miró a Eun-seong para que le indicara lo que debía hacer.

—Debes dar las gracias y aceptarlo. Te lo da uno de tus mayores —dijo el hermano mayor de papá, dándole a Hye-seong un leve codazo.

Hye-seong vaciló un instante y cogió el dinero.

—Gracias —dijo en voz tan baja que una persona a su lado apenas lo habría oído.

La mujer asintió con la cabeza. Luego tocó el turno a Eun-seong. Cuando estaba a punto de coger los dos billetes de diez mil wones, Eun-seong comprendió por qué, cuando miraba los ojos grandes como almendras de aquella mujer, tenía esa extraña sensación de déjà vu: se parecía mucho a Ok-yeong. Eun-seong cesó de pensar racionalmente y el dorso de su mano chocó con los billetes antes de que sus dedos pudieran agarrarlos. Los billetes, que eran nuevos, planearon en el aire y cayeron sobre la alfombra. La envolvió un pesado embarazo, o al menos eso creyó. No podía recordar quién se había agachado para recuperar el dinero, pero se acordaba de que nadie la había regañado. Perdió la oportunidad de balbucear que lo lamentaba, que no había sido su intención. No podía soportarlo, era muy injusto.

A la mañana siguiente, Eun-seong se escapó de casa por primera vez. Era obvio que se estaba fugando; en lugar de los libros de la escuela, metió en su mochila algo de ropa, que eligió con cuidado, calcetines, su cepillo de dientes y el dentífrico, su libreta de ahorros y su sello. Antes de marcharse, encima de su escritorio dejó su diario abierto, como una invitación para que alguien lo leyera.

«Esto muy harta de ellos.»



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En el texto hay: misterio, violecia

Editado: 08.07.2024

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