Notaste que no quería ni verte. No te quería cerca de mí. Para mí, ya eras un caso perdido, ya no quería nada contigo.
Tú, por tu parte, no intentaste disculparte. Aceptaste mi ley del hielo y no te acercaste durante una semana entera.
Una semana en la que, por cierto, estuve conociendo a alguien más.
El primo de Walter había llegado a la ciudad y estaba viviendo en su casa; mi hermano y sus amigos lo acogieron en su grupo y el chico tomó confianza en mi casa y con mis padres demasiado rápido. ¿Y sabes qué? Mis amigas ya no abogaban por ti porque estaban de acuerdo conmigo con respecto a que eras un inmaduro, y también, porque estaban encantadas con el chico; por su belleza, su mentalidad y su auto. ¿Y sabes qué más? Él comenzó a hacer y decir todo lo que quería que tú hicieras y dijeras.
Pero muy en el fondo sabía que nunca debí haber esperado más de ti. Tú nunca me ilusionaste, yo sola me ilusioné estúpidamente y yo sola me desilusioné. Así que te liberé de culpas, porque realmente no tenías ninguna, pero tampoco quería hablarte más; mis emociones, cuando estabas frente a mí, me abrumaban.
La tarde de un jueves me recordaste a la salida del colegio, ¿era porque ibas solo y preferías ir con alguien, o por qué razón te dignaste dirigirme la palabra? Todo tú me ponía de mal humor: ¿No entendías que no quería hablarte?
–¿Qué quieres? –Te espeté cuando llegué a la parada y se te fue imposible no alcanzarme. Tú te quedaste sin habla–. No quiero que llegue Elliott y me vea hablando contigo, no quiero que piense cosas que no son. –Recuerdo como me crucé de brazos sobre mi pecho, protegiéndome de tu expresión decaída–. Aunque creo que él sí me preguntaría a mí directamente, antes de suponer lo que no es.
Por supuesto tú ya lo conocías a él, y cuando Elliott llegó por mí en su auto para ir al cine tu cara mostró la más genuina expresión de sorpresa. Y a pesar del saludo animado que te envió él desde el interior del auto que tú solo correspondiste con un leve movimiento de cabeza, sentí tu mirada taladrarme en lo más profundo.
Indudablemente todavía me gustabas, y estaba convencida de que no sería nada fácil que me dejaras de gustar. Pero también era cierto que con Elliott la pasaba bien, que no me era indiferente.
Y sabía que mi enojo hacia ti era estúpido; ni siquiera nos conocíamos lo suficiente, no podía culparte porque pensaras cosas erradas sobre mí cuando fui yo quien se ilusionó solamente con el hecho de que su crush le hablara.
–Oh, Liam Zénere está perdiendo su puesto. –Canturreó Steffi, recostada completamente sobre el césped, después de narrarles los acontecimientos del día anterior con Elliott en el cine.
–Yo creo que le gustas, pero es muy inmaduro y entonces la caga. –Había opinado Saory sobre ti. Y en cuánto no había acertado.
Si en algo siempre estuvimos de acuerdo ambos, era en que cada vez que estábamos mal, era por tu culpa. Y yo, que siempre te daba las oportunidades para que arreglaras todo. Pero de eso jamás voy a arrepentirme.
Con Elliott nunca hubo nada formal u oficial, pero con él todo siempre estuvo bien. Era un buen chico; tranquilo, tierno, atento. Solo nos besamos un par de veces, y la primera de ellas fue por obra y gracia de Walter. Bendito juego verdad o reto en los que me convencían de jugar. Tú presenciaste ese beso, pero esa vez no te fuiste, porque minutos antes me habías pedido perdón por lo que había acontecido.
Pero ya había trascurrido un mes, y mi rabia ya era inexistente. Lo que realmente existía era una brecha helada entre ambos.
Quise creer que era mejor así, porque creía en el destino, y quizás no eras para mí. Había jurado no pensar en las cosas y dejar que el tiempo hiciera lo suyo, con respecto a Elliott y a mí.
Entonces llegó otra de tus fiestas, esa la que duraste semanas planificando. Tú nunca me invitaste personalmente, solo te limitaste a decirle a Lila que lo hiciera. Y te confieso que no pensaba ir pero Elliott me convenció; sin embargo, al pobre le hizo daño la comida china que habíamos ingerido por la tarde. Aun puedo recordarlo pálido, recostado sobre su cama con las manos sobre el estómago, quejándose del dolor y sudando frío. Y con todo eso, me animó a que asistiera. Walter también lo hizo, y ambos influenciaron a Steffi y Saory para que fueran conmigo.
Y bendito dios que lo hice.