Si algo te agradeceré eternamente y siempre será agradable de recordar, entre tantas cosas, fue tu forma tan incesante de apoyarme en mis metas. Al principio consideré que exagerabas cuándo me decías que eras mi fan número uno, pero luego noté que te tomaste muy en serio ese papel; mamá y tú fueron los primeros a quienes les mostré la coreografía que compuse para aplicar en la universidad, y fue tan bonito el brillo que vislumbré entre el verde claro de tus ojos, que confié más en mí y en mi talento.
Aquella mañana que fui seleccionada junto a un grupo de doscientas personas entre quinientas y tanto, para realizar el taller interdisciplinario que concluiría si de verdad me merecía un cupo dentro de la facultad de bellas artes, tú me esperaste a la salida sosteniendo una gran mano de hule verde con el número uno; un ramo de margaritas y una bolsa grande de papel con una caja de chocolates con avellana, mis preciados caramelos de miel, un bote mediano de helado de galleta, el más reciente álbum de Taylor Swift que no había podido comprar, y un colgante de plata hermoso con una bailarina de ballet dentro de una cajita pequeña de terciopelo.
Agh, que tenía el mejor novio del mundo.
Estuve tan aislada de mi entorno social cuando me tocó perfeccionar mis técnicas de danza clásica y contemporánea, practicar la improvisación, e informarme un poco sobre la historia del arte y de las danzas tradicionales; dios sabe cuánto agradecí y aprecié tu paciencia, tu predisposición, tu entusiasmo y tu confort: me diste ánimos, me abrazaste cuando el estrés me dominaba, me masajeaste los hombros, los pies y la espalda cuando los dolores musculares amenazaban con acabarme, me mimaste cuando estaba tan nerviosa que no quería ni hablar y preparaste para mí la tina con agua tibia, burbujas y sales de baño cuando necesité tremendamente relajarme.
Todos estos recuerdos que vivimos me los quedé, me los guardé y los atesoré en lo más profundo de mi corazón.
¿Recuerdas aquél día que por fin recibí la carta con los resultados del taller interdisciplinario de admisión para la facultad de bellas artes? Hacía un año exactamente tú habías recibido la tuya, y tardaste una semana en abrirla debido al miedo de haber obtenido un no como respuesta. Yo no pude contra la ansiedad y la emoción; siquiera recuerdo haber cruzado el umbral de mi casa para cuando rompí el sobre. Y fuiste tú la primera persona quién llamé.
Era un domingo a las ocho de la mañana y aún dormías; te quejaste a través de la línea cuando me atendiste…
–Carleigh, por amor al cielo, ¿qué horas son éstas? –Recuerdo tanto ésta llamada telefónica: tu voz ronca y somnolienta, el gruñido que emitiste al descolgar… –¿Por qué es que estás despierta un domingo tan temprano? No, espera un segundo, –habías soltado una especie de quejido y gemido y recuerdo haberte imaginado removerte contra el nido de sábanas que solías convertir tu cama– está haciendo frío, ¿por qué no estás aquí?
Te regañé como respuesta, porque para esa altura ya sabía detectar de inmediato tus comentarios e insinuaciones sugerentes. Siempre tenías que sacarle provecho a las situaciones e intentabas desviar los temas por el camino del doble sentido. Lo más gracioso de todo era que, el que no te conocía lo suficiente, no se daba cuenta de cómo tergiversabas las cosas gran parte del tiempo.
–¿Qué? Hablo en serio, –la inocencia con la que pretendías que sonara tu voz nunca fue creíble porque la sonrisa te delataba y filtraba la diversión– me agradaría bastante que vinieras a hacerme compañía, estas sábanas están muy frías.
–¿No te agradaría más tener a tu novia estudiando en el mismo edificio que tú?
–Por supuesto que s… –habías dicho al instante, luego te interrumpiste y estuviste en silencio unos tres segundos, procesando mis palabras–, espera… –se escuchó un sonido amortiguado y por tu respiración, cambiaste de posición sobre la cama–, ¿sí?
–¡Absolutamente sí!
La interjección de entusiasmo que diste como respuesta a través de la línea me obligó a despegarme el celular del oído por un instante, y riéndome te dije lo loco que estabas. Esa mañana viniste a desayunar con mamá y conmigo –porque Andy solía levantarse los domingos a las dos de la tarde y papá ya no vivía en casa–; anunciaste a todos la buena nueva, incluyendo a Simon, a mi padre y a otras personas que no les interesaba la noticia. A mí me causaba cierta timidez; ser el centro de atención no era de mis cosas favoritas, pero si me hacía bien el hecho de que estuvieras tan feliz de mis logros y tan orgulloso de mí.
A partir de este punto, de esta parte del gran resumen de nuestra historia, de este trayecto hasta el final, cuando estabas por cumplir diecinueve, es cuando podía decir que me sentía parte de un equipo de dos; finalmente logré un grado inquebrantable en nuestra comunicación: seguías siendo un libro abierto para mí, pero la diferencia fue que comenzaste a hablar libremente en el momento real, porque comprendiste que encerrarte en ti mismo no traía nada bueno ni para ti, ni para nosotros. Ya yo no iba detrás de ti intentando que te desahogaras, no fue necesario nunca más; venías voluntariamente y expresabas cómo te sentías y por qué. Y estuvimos bien por muchísimo tiempo; sentí la fortaleza de nuestra unión, de nuestra confianza y confidencialidad, nuestra propia paz, nuestro propio mundo. Nuestras propias murallas de mármol puro a nuestro alrededor que solo Tamina intentó derribar cuando en el reencuentro intuyó que seguía siendo importante en tu vida, sembrando intriga y desconfianza; haciéndome creer que era mi amiga mientras me impulsaba a ocultarte cosas que quizás carecían de importancia, pero que merecías saber por nuestro máximo nivel alcanzado.