Una ráfaga de viento helado agita violentamente nuestras ropas. Con un acto reflejo, agarro el gorro celeste de Cassie antes de que la corriente de aire se lo lleve y se lo coloco bien sobre la cabeza. La pequeña aprieta mi mano con fuerza y me lanza una mirada dudosa. Sonrío para tranquilizarla.
—Vamos a ver nuestra nueva casa, Cassie. ¿No sientes curiosidad?
—Por fuera da miedo—niega ella, agitando sus largas trenzas oscuras—. Parece la típica casa de las películas de terror, esas que no me dejáis ver. ¿Y si hay fantasmas dentro?
—Claro que no hay fantasmas, Cassie. Los fantasmas no existen, y en todo caso, nos tienes a Lizzie y a mí para protegerte de cualquier mal. Yo soy muy fuerte—la tranquilizo haciendo una graciosa exhibición de mis bíceps izquierdo y derecho—. Mira, te presento a Trueno y Relámpago. Y si alguien se pasa de listo con nosotras, no dudes en que se comerá una buena ensalada de puños.
Ese mal chiste consigue arrancar una carcajada a la pequeña Cassie. Sus hoyuelos se marcan todavía más en su rostro, otorgándole un aspecto tierno y adorable. Le devuelvo una sonrisa y juntas nos acercamos a la verja de metal. El paso del tiempo y las inclemencias del clima han oxidado el hierro de las letras que antaño debieron ser doradas, pero justo arriba del enorme portón enrejado todavía se puede leer el nombre de la mansión: Heatherfield Palace.
Alargo un brazo para abrir la puertecilla metálica pero tras un leve roce, ésta se abre sola emitiendo un agudo chirrido. Cassie me lanza una mirada, espantada. Como siempre, trato de poner mi mejor sonrisa y la animo a entrar. Después de todo, este será nuestro nuevo hogar, ¿no?
Nada más poner un pie dentro de la propiedad, me arrepiento al instante. La extensa maleza lo cubre todo, tanto es así que los hierbajos secos y las plantas mustias me sobrepasan la altura de la cintura. La pobre Cassie se aferra todavía más a mí y se pone de puntillas en un intento desesperado por ver más allá de lo que las malas hierbas le tapan.
—Esto me recuerda a Jumanji—murmura mi hermana—. Y no me gusta nada. ¿No nos saldrá de pronto un león que esté oculto entre los hierbajos?
—Negativo—replico—. Esto no es la sabana africana, Cass. En Inglaterra no hay leones sueltos caminando a sus anchas.
—Pero sí podría haberse escapado de un zoo y venir aquí. Seguro que esto le recordaría a su verdadero hogar—dice ella, con cierta melancolía implícita en su voz—. De todas formas, sí pueden haber serpientes, ¿verdad?
Eso no voy a negártelo.
—No te preocupes por eso, Cassie. Contrataré a un equipo de jardineros para que arreglen todo este desastre. Entonces, cuando ya no queden malas hierbas podremos plantar muchos tipos de flores de diferentes colores y crearemos un bonito jardín. ¿Qué te parece?
—¡Qué buena idea! Yo quiero tener un jardín; un bonito jardín decorado con muchas, muchas flores lindas—exclama ella, animada.
Entre tanta porquería puedo al fin encontrar un camino de piedra que conduce hacia el portal de la mansión. La piedra del sendero está quebrada, supongo que por el paso del tiempo y por el propio descuido del jardín, y entre las grietas están empezando a brotar malos hierbajos.
Al fondo del camino puedo vislumbrar la enorme casa. ¡Parece un castillo! Y también parece oscura y solitaria, no solo por el hecho de estar apartada del pueblo sino por ese aspecto tan peculiar y tétrico que tiene... ¿Cómo lo diría? Antiguo. Eso es. Unos altos arbustos rodean la casa y se alzan por encima de su tejado, proyectando una frondosa sombra sobre ella que provoca que el caserón luzca más oscuro y sombrío.
Después de lo que parece toda una larga y horrorosa eternidad, al fin llegamos al portal. Encima de las escaleritas de la entrada puedo ver una silueta, una delgada figura que en cuanto oye nuestras fuertes pisadas sobre la gravilla, alza la cabeza repleta de oscuros rizos.
La mujer que tengo frente a mí debe rondar la treintena. Es de complexión delgada y esos tacones rojos que lleva seguramente la hacen parecer siete centímetros más alta de lo que es. Su figura es estilizada y viste con un traje gris perla compuesto por una elegante americana y una falda de tubo hasta la altura de las rodillas. Lleva dos botones desabrochados de su inmaculada camisa blanca, dejando entrever sutilmente un poco de escote. Cuando nos ve, una sonrisa aparece en sus rojos labios, dejándonos ver una hilera recta de dientes espectacularmente blancos, dignos de cualquier anuncio de dentífricos. Su rostro se cubre de finos y delicados hoyuelos que le hacen parecer más joven y sus ojos azules centellean radiantes tras unas gafas de montura oscura. Unos rebeldes mechones de cabello rizado escapan de su improvisado moño y enmarcan su ovalado rostro.
Editado: 02.04.2018