Lo que podía imitar

Capítulo 2: ¿Divertido?

Madre e hijo van de la mano en dirección al hogar. Él responde preguntas sobre lo que hicieron en la escuela mientras continúa intentando mover sus músculos faciales sin usar las manos, pero aún no lo consigue. Por supuesto, ella nota que está intentando algo y lo observa con curiosidad, mientras escucha atentamente sobre su dibujo en clases y los compañeros con los que jugó.

Sin embargo, el niño no habló sobre su práctica para sonreír, ni sobre lo que le dijo su profesora acerca de cómo evitar que parezca una sonrisa falsa. Naturalmente, no había mala intención en ello; simplemente era el pensamiento infantil de querer que fuera una sorpresa para ellos. Quería mostrar una sonrisa genuina y que sus padres se alegraran por ello.

El padre, por su parte, condujo desde el trabajo hasta la casa durante su descanso de mediodía. Afortunadamente, vivían lo suficientemente cerca como para permitírselo, y era costumbre almorzar juntos en familia. Los tiempos coincidieron y se saludaron en la entrada del hogar.

Para aprovechar el tiempo, la madre fue directo a servir el almuerzo, mientras su hijo le contaba al padre sobre su día en la escuela. El niño ni siquiera esperó a que le preguntaran: comenzó a hablar enseguida. Su relato fue exactamente el mismo que le había contado a su madre, palabra por palabra, como si fuera un discurso aprendido de memoria.

Los platos estaban servidos y comenzaron a comer. El niño ya había dicho todo lo que quería, así que comió en silencio, mientras escuchaba la conversación de sus padres. Hablaron sobre sus respectivas mañanas, mencionando acontecimientos curiosos, y su hijo respondía solo cuando le dirigían la palabra.

No es que le impidieran hablar, ni existía alguna regla o consenso familiar que dijera que en la mesa solo hablan los adultos. Simplemente, no tenía nada en particular que quisiera decir.

Una vez que todos terminaron de comer, aún quedaba algo de tiempo antes de que el padre tuviera que regresar al trabajo. Recogieron la mesa y se dispusieron a jugar con su hijo, quien ya estaba sacando sus bloques de construcción.

En realidad, no había mucho que pudieran hacer. Sencillamente disfrutaban acompañándolo y observando su juego, respondiendo con afecto cuando les mostraba lo que había hecho o les pedía opiniones sobre lo que podía construir.

Ese momento de paz les permitió a los padres volver a pensar en el asunto del «no sé». Había estado dando vueltas en sus mentes desde la conversación con las visitas familiares. Al verlo jugar tan tranquilamente, no pudieron evitar recordarlo, y uno de ellos decidió preguntar.

Pensaron que si respondía lo mismo, sería por llevar la contraria, ya que ese era un juguete que solía preferir por sobre otros.

Como era de esperarse, el niño respondió con un «no sé». En cierto modo, fue un alivio para ellos, ya que confirmaba que se trataba solo de la terquedad típica de la edad. De lo contrario, ¿por qué jugaría con algo que no le gusta?

Solo para comprobarlo aún más, el otro padre pidió un abrazo. El niño se lo dio sin cambiar de expresión. Esto los sorprendió. ¿Por qué decía «no sé» sobre su gusto por un juguete, pero no rechazaba un abrazo?

Con esa duda clavada en sus pensamientos, continuaron su tiempo en familia hasta que fue hora de que el padre regresara al trabajo. Antes de que se fuera, decidieron que al día siguiente continuarían haciendo ese tipo de preguntas y peticiones, con el fin de determinar el verdadero motivo detrás de esa extraña respuesta, que parecía no ser simplemente terquedad infantil.

Y estaban en lo cierto. No se trataba de rebeldía. En realidad, se relacionaba con la desconexión entre el niño y sus emociones, o más bien, con la ausencia de estas. Pero ellos no tenían forma de saber que algo no estaba bien en el desarrollo emocional de su hijo, y pasaría mucho tiempo antes de comprenderlo.

Pasaron un par de horas y el niño había estado ocupado con diversas actividades. En general, era bastante tranquilo, pero aún jugaba como cualquier otro infante de su edad. En ese momento, incluso se estaba ensuciando con tierra en el jardín.

Entonces, su madre se acercó para sacudir la tierra de su ropa y le dijo que irían a la plaza cercana, así que primero debía lavarse la cara y las manos. El pequeño, con calma, arrastró su banquito de dos peldaños hasta el lavamanos y siguió las instrucciones.

Una vez limpio, fue con su madre al lugar, donde algunos niños jugaban bajo la supervisión de sus padres. Miró a su madre, como pidiendo permiso para unirse a ellos, y ella asintió, adivinando sus intenciones.

Al verlo marcharse, la madre se acercó al grupo de padres. A decir verdad, ya se conocían. No eran precisamente amigos, pero se encontraban con frecuencia cuando llevaban a sus hijos, e inevitablemente conversaban mientras los supervisaban.

En ese momento de tranquilidad, en el que intercambiaban conversaciones ligeras centradas principalmente en la parentalidad, no pudo evitar recordar la primera vez que vinieron a esa plaza.

Fue hace un par de meses, poco después de mudarse a la nueva casa. Habían estado descansando y decidieron salir a tomar aire fresco y conocer el vecindario. Terminaron en esa plaza, y pensaron que sería buena idea permitir que su hijo interactuara con otros niños.

Aún no asistía al preescolar, ni mostraba deseos particulares de jugar fuera de casa, por lo que había tenido muy pocas interacciones con otros niños. Así que, como era de esperar, no se acercó al grupo que jugaba y se quedó a cierta distancia observándolos.

No quisieron intervenir ni apresurarlo. En su lugar, se acercaron al grupo de padres que miraban a sus pequeños. Su intención era saludarlos y tener una relación cordial como posibles vecinos.

Afortunadamente, resultaron ser personas agradables, con quienes pudieron mantener una conversación fluida, compartiendo experiencias como padres primerizos y encontrando similitudes en sus inquietudes. Naturalmente, no perdieron de vista a su hijo y, al notar un cambio en su comportamiento, centraron toda su atención en él.




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