El tiempo transcurre y ha pasado una hora desde que llegaron al lugar, consideraron que era momento de marcharse a sus respectivos hogares y se acercaron a traer a sus hijos.
Algunos estaban cansados y conformes, por lo que se despidieron sin rechistar. Por otro lado, los más inquietos sentían que no habían jugado lo suficiente e hicieron un berrinche antes de aceptar a regañadientes.
A pesar de que era una escena que había visto en ocasiones anteriores, esta vez captó la atención del niño. Las expresiones contrastantes que mostraban en sus rostros eran diversas y evidenciaban la individualidad de cada uno.
Incluso aquellos con respuestas tranquilas y recatadas mostraban detalles en sus caras que dilucidaban la existencia de algo que no tenía o al menos aún no hacía acto de presencia.
Su madre se acerca y toma su mano mientras ambos se despiden del resto. Cuando ya no están a la vista, le menciona que van a pasar al supermercado para comprar víveres.
Caminan con calma hasta que, sin pensarlo, pregunta si se divirtió en la plaza. Fue un desliz, se suponía que dejarían esa clase de preguntas para mañana. No obstante, ahora no tenía más opción que esperar su respuesta.
Su hijo la miró fijamente y luego siguió caminando, casi le parecía que estaba frunciendo el ceño. Sus pensamientos eran un misterio para ella, pero pensó que podría estar reflexionando seriamente respecto de la pregunta.
Si eso resultaba ser cierto, entonces habría sido un gran logro personal el notar ese sutil cambio en su expresión. Por ahora decidió procurar no hacerlo sentir presionado a dar una pronta respuesta y trataría de no verlo demasiado.
Él meditaba seriamente respecto a si fue divertido o no y ella hacía todo lo posible para mirar al frente y mantener la compostura.
Se acercaban cada vez más al destino hasta que volteó a verlo porque había jalado su mano. Seguramente terminó de pensar una respuesta y estaba expectante por escucharla.
«No sé».
No pudo evitar exhalar el aire contenido ante la simple respuesta. Incluso se sintió un poco ingenua por esperar algo diferente. Aunque no fue del todo inútil, porque al notar que su entrecejo volvió a la normalidad, pudo confirmar que efectivamente había habido un cambio en su expresión.
Un cambio minúsculo y casi imperceptible, pero que definitivamente estaba ahí y la hizo sentir más cerca de él.
Sintiéndose renovada, llegó junto a su hijo para hacer las compras. Tenía muy claro lo que iba a buscar, por lo que fue expedito y ahora se encontraban en la caja registradora.
El cajero preguntó por qué está enojado el niño. No tenía mala intención, solo asumió arbitrariamente que se encuentra molesto por su expresión aparentemente seria y tal vez quería aligerar el ambiente.
Se quedó estático ante tal interrogante, sabía lo que era el enojo y nunca lo había sentido, de manera que se preguntaba seriamente cómo pudo llegar a esa conclusión. Afortunadamente, la pregunta no estaba dirigida a él, sino a su madre. Quien con completa calma corrigió la percepción errónea e indicó que siempre era así y que esa era su expresión normal. Consideró que era una suposición normal y no agrandó el asunto al escuchar su sincera disculpa.
Estaban de vuelta en casa y el niño seguía algo estupefacto al darse cuenta de la forma en que es visto por los demás. Si su madre lo hubiera visto en ese momento frente a la caja, seguramente se habría percatado de sus cejas ligeramente levantadas.
Una vez recompuesto, se le acercó con la merienda y preguntó si pasaba algo. En este día pudo mejorar mucho su capacidad para entenderlo y se dio cuenta de que estaba pensativo.
«¿Parezco enojado?»
No necesitaba leer sus expresiones para comprender el motivo de la pregunta y resultó evidente la razón de su aparente cavilación. Ahora era su turno de reflexionar, ¿cómo podía ser sincera sin lastimarlo?
Quería evitar que se deprimiera si respondía con solo un «sí», pero no sabía cómo explicarle que la expresión de su rostro se puede malinterpretar fácilmente con enojo.
Decidió dar ejemplos con su propio rostro. Hizo una sonrisa y preguntó: «¿Parezco feliz o enojada?»
Naturalmente, la respuesta fue: «Feliz».
Ahora frunció el ceño y continuó con: «¿Luzco feliz o enojada?»
Por supuesto que la respuesta fue: «Enojada».
Finalmente, hizo todo lo que pudo por borrar sus expresiones faciales y dijo: «¿Cómo me veo ahora?»
El niño miró con atención el rostro de su madre, estaba pensando seriamente en la respuesta, pero no pudo llegar a una conclusión. Era seguro que no parecía feliz, pero tampoco tenía la certeza de que se viera enojada.
«No sé».
Fue todo lo que pudo decir, pues no existía en su vocabulario una emoción que se representara con esa falta de gestos faciales. Sin saber que para ella sería más sencillo continuar la explicación si hubiera dicho que era enojo.
De cualquier forma, continuó diciendo que algunas personas hubieran respondido que lucía enojada, porque simplemente así es como lo percibían. Luego dijo con cuidado que él se ve así normalmente y por eso el cajero pensó que estaba enojado.
Esperando que sea suficiente, lo miró atentamente, queriendo encontrar pistas en su ya no tan inmutable rostro. Esta vez sí tuvo la oportunidad de ser testigo del ligero movimiento de sus cejas, como indicando su sorpresa.
Estaba procesando la información recién obtenida y que no comprendía del todo, pero al menos se convenció de que no es extraño que piensen que está enojado, incluso si no lo está.
Eso fue suficiente para saciar su curiosidad, así que se dirigió hacia su pequeña mesa con la merienda que había estado sosteniendo todo este tiempo y se sentó a comer.
Viendo que las acciones de su hijo mostraban que había dado por terminado el tema, pudo liberar la tensión y terminar de ordenar las compras.
Eran alrededor de las 18:15 horas y escucharon una llave girar en la cerradura de la puerta de entrada, el niño dejó lo que estaba haciendo para acercarse y saludar a su padre que volvió del trabajo, mientras su madre terminaba de preparar la cena. Para ellos era un poco temprano, pero preferían adecuarse al horario de su hijo.