Lo que por error callé (+16)

Los chicos siempre eran los culpables

La vida está llena de muchas cosas, tanto buenas como malas, y una de estas cosas que abundan son las sensaciones. Todo este lío sentimental y emocional es lo que más nos hace sentir vivos, y aunque eventualmente deseamos no sentir en lo absoluto, créanme que es mejor hacerlo.

Sin embargo, aunque le agradezco a la naturaleza por cada sentimiento y emoción en mí, hay sensaciones que siempre deseé no sentir nunca. La cobardía, por ejemplo. Soy de aquellos que consideran que entre ser y sentir hay cierto trecho, pues fácilmente podemos sentir todo y ser nada; entonces, por ende, que te sientas un cobarde no te convierte en uno.

Debido a esto prefiero categorizar a la cobardía como una de las peores sensaciones del ser humano.

Aquella tarde después de las sabias palabras de Carleigh, John me acompañó hasta mi casa; como la gran mayoría de nuestras conversaciones, platicamos de cosas muy triviales: la escuela, sus entrenamientos, y por supuesto acerca del por qué estuve en casa de la chica sobre la que él me aconsejó no socializar.

Quise preguntarle por Steffanie; deseé que me hablara sobre su renuencia a que yo conviviera con Carleigh; y esperé, por sobre todas las cosas, que me aclarara sus intenciones conmigo.

Me limité a callar, sin embargo. Mis labios se movieron únicamente cuando fue necesario, mis dedos se retorcieron contra las cintas de mi mochila nerviosamente y, tras cinco minutos en los que él permaneció besándome sobre la escalinata de mi casa, tuve sensaciones de cobardía.

Me sentí cobarde por no hablar y exigir respuestas que bien merecía; cobarde no solo por no saber dar mi opinión, sino también por no interpretar una propia; y cobarde todavía más por dejarme besar por él aun cuando no quería.

Debo aclarar que para entonces no tenía consciencia sobre nada de esto; yo solo me sentí cobarde por no tener la templanza de Isy o de Carleigh y simplemente hablar.

Supe que John tenía la intención de entrar a mi casa cuando dio largas para marcharse, no obstante me encontraba en un tan abrumado estado que ni siquiera le di importancia; papá estaba por llegar y no era para nada una opción que se conocieran tan pronto. Sin embargo, cuando logré que se marchara y entré a casa con un arrebato poco digno de mí, mamá ya me esperaba con los brazos cruzados y la mirada un poco adusta.

—¿Tienes novio, Lila Michelle? —Su voz era un regaño bastante severo y a pesar de eso no lo pareció, pues más llamaba la atención el desastre pelirrojo que era su cabello en ese momento, mezclado con harina o levadura, no lo sabía a ciencia cierta; el mandil enorme estaba muy manchado y su rostro estaba surcado por el cansancio.

Me sentí mal por haber estado toda la tarde fuera y no haberle echado una mano con los quehaceres en casa.

—No. —Murmuré quedamente, atascándome la garganta con lo mal que me sabía que me llamara por mi nombre completo.

Esperé, recostada de la puerta principal, aguardando por alguna regañina más; fue evidente el hecho de que me vio con John, sin embargo, no me hacía mal el que me viera besarme con él; me incomodaba totalmente que me haya visto permitirle besarme aun cuando no me gustó. Eso, de alguna forma u otra, me volvía igual que ella, y no quería serlo nunca.

Hasta ese día John fue muy dulce al besarme; sus besos fueron muy inocentes y descuidados. Esa tarde, en la escalinata del pórtico de mi casa, me besó diferente, y diferente no me gustó.

Creo que ya aclaré con anterioridad lo inexperta que era a mis quince años, así que no debería resultarles poco creíble que yo no supiera utilizar la lengua al besar. John, en ese momento, quiso profundizar el beso, y sinceramente me pareció desagradable. Asqueroso, de hecho, el que me tomara por la nuca aun cuando yo quise poner distancia.

—¿Cómo qué no? —Replicó entonces mi madre, cuando recosté la cabeza a la madera gruesa de la puerta y cerré los ojos un instante, intentando calmarme—. ¿Permites que cualquier chico te bese entonces?

Ella tan solo estaba estresada, se me hizo fácil verlo; no era buena con la repostería y gracias a mi ausencia, tuvo que ingeniárselas sola para el postre de la cena.

Un postre que seguramente papá no comería.

—Dame un segundo, —le pedí—. Me cambio el uniforme y te ayudo en la cocina, ¿sí?

Jamás debía estar de malas con ella, pues de lo contrario todo el estrés que papá le engendraba lo pagaría conmigo, y eso no me convenía, ya que mi única aliada en esa casa tenía que ser ella. De no ser así, significaba que estaba sola, y mi pequeña y condicionada mente y la venda en mis ojos jamás me permitirían aceptar algo como eso.

Le dejé un suave beso en la mejilla a mi madre y, justo cuando me encaminé a las escaleras, ella me detuvo tomándome del brazo.

—Que vayas por ahí permitiendo que cualquier chico te bese no es de señoritas, Lila. —Reprochó con bastante rudeza—. Esa clase de comportamientos no la tolerará tu padre.

El sentimentalismo me golpeó en la garganta; me dolió el hecho de que se preocupara por la reacción de mi padre y no por lo que posiblemente estaba experimentando su única hija, sin embargo me permití desechar ese tipo de pensamientos tan injustos sobre mi madre, pues no era para nada fácil lo que ella vivía con papá.




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