A Samara le costaba admitirlo, incluso a sí misma, pero lo sentía todo el tiempo.
Cada vez que Mateo pasaba a su lado.
Cada vez que reía con ese tono de voz que no fingía nada.
Cada vez que la miraba sin intención, pero sin apartar los ojos tan rápido.
Le gustaba.
Y no era solo atracción. Era esa ternura que se enreda con miedo. Esa ilusión que da vértigo. Ese pensamiento que da vueltas y vueltas:
¿Y si le digo lo que siento? ¿Y si arruino todo?
—Es que... —le dijo a Talía un miércoles cualquiera, entre clase y clase— no sé si debería decirle algo. Y si lo arruino todo. Y si dejo de ser importante solo por decir lo que siento.
Jugaban con un globo que alguien había traído al salón, como siempre ocurría cuando algún maestro faltaba. Samara lo lanzaba al aire una y otra vez, como si el ritmo de ese juego le ayudara a calmar el nudo en su garganta.
—Talía, de verdad no sé. O sea, ¿qué tal que solo somos buenos amigos y yo lo echo a perder?
Talía no alcanzó a responder.
En un descuido, el globo cayó en manos de Rebeca, una compañera de esas que siempre tenían ganas de hacer bromas. De esas que escuchan todo aunque no parezcan estar poniendo atención.
Samara no notó nada raro. Pero Rebeca, entre risas, sacó un plumón y escribió en el globo algo que cambiaría todo:
"¿Quieres ser mi novio?
Sí / No"
Samara abrió los ojos, pero ya era tarde.
—¡Emilio! —gritó Rebeca— ¡Pásale esto a Mateo, dile que lo infle!
Samara sintió como si se le congelara el cuerpo. El corazón empezó a latirle más rápido que nunca. Todo ocurrió en segundos, como si el salón se hubiera convertido en una escena de película que no controlaba.
Emilio, sin entender bien, tomó el globo y fue directo hacia donde estaba Mateo. Le sonrió y se lo entregó.
—Toma, te toca inflarlo.
Mateo lo tomó sin pensar demasiado. Lo estiró con las manos, lo acercó a sus labios… y entonces lo vio.
Leyó.
Levantó la mirada. Buscó a Samara con los ojos.
Ella no sabía dónde meterse.
Sentía que todo su cuerpo ardía.
Tenía ganas de correr. De borrar el momento.
De gritarle a Rebeca, a Emilio, al globo, al universo entero.
Pero no hizo nada.
Solo se quedó sentada, con las manos apretadas sobre las piernas, mirando a Mateo, que ahora sostenía el globo sin inflar.
No dijo nada.
No reaccionó.
El resto del día pasó como en cámara lenta.
Ni ella ni Mateo se hablaron. Ni una palabra.
Nadie se burló. Nadie dijo nada.
Todo fue tan extraño, tan silencioso, como si el universo hubiese querido jugar una carta fuerte y luego esconderse para ver qué pasaba.
Samara pasó el resto del día en una niebla.
Pensando que tal vez lo había arruinado todo.
Que quizás él pensaría que fue una broma.
O que la veía solo como amiga.
O peor… que ahora todo sería incómodo.
Pero cuando sonó la campana de salida, Mateo la estaba esperando junto al portón.
Solo.
Con el globo desinflado en la mano.
Y una sonrisa que Samara no entendía.
Se acercó despacio, como quien no quiere asustar a nadie.
—Oye… —dijo él, rascándose la nuca— sobre el globo...
Samara lo miró con los ojos abiertos como platos. No podía hablar. No sabía cómo.
Mateo levantó el globo entre los dedos y lo giró, como si estuviera mostrando un tesoro.
—Yo… no sé si fue en serio. O si fue una broma. Pero si sí era en serio…
—Entonces mi respuesta es que sí.
Samara sintió que el mundo se le detenía.
Las palabras no le salían. Ni una.
Solo asintió, con los ojos brillando y una sonrisa tímida que se le escapó sin permiso.
Y justo así, como si nada, como si fuera lo más sencillo del mundo…
algo nuevo había comenzado.
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Editado: 19.07.2025