"Lo que pudo haber sido"

✦ Capítulo 5 — “La parte más bonita” (Parte I)

Amarse en la escuela era un acto de fe.
Era entregarse entre campanas, mochilas tiradas, miradas vigilantes y pasillos ruidosos.
Pero Samara y Mateo lo hacían como si su amor fuera invisible. O invencible.

Después del "sí", todo cambió.
Cada recreo fue un rincón nuevo que explorar. Cada pasillo, un universo.
Se tomaban de la mano sin miedo, como si nadie los viera. Se abrazaban por detrás entre risas, se escondían entre los árboles del patio para robarse un beso, y se decían cosas tan simples, pero tan dulces, que hasta el aire parecía escucharlas.

Samara no recordaba haber sido tan feliz.
Era como si el mundo, por fin, le hubiera dado algo sin condiciones.
Mateo la miraba como si no necesitara nada más. Y eso bastaba.

En su primer mes juntos, él llegó al colegio con un ramo improvisado: unas flores envueltas en papel kraft y una cajita con fresas cubiertas de chocolate. Se las entregó con manos temblorosas, como si se tratara de un diamante.

—No sé si es mucho o muy poco… pero quería verte sonreír.

Y ella lloró.
No por las flores. No por las fresas.
Lloró porque por fin, alguien la eligió con ternura.

Después llegaron las vacaciones.

La escuela cerró, pero su amor no.
Las pantallas se volvieron el nuevo pasillo. Las llamadas, el nuevo recreo.

Cada día, sin falta, hablaban por horas. Se daban apodos ridículos, como si el amor tuviera que pasar por la risa para volverse eterno:
Osito, chicle, cosita rara, sol, mi nube, mi burbuja.

Cada mensaje era una caricia virtual.
Un “ya comiste”, un “me avisas cuando llegues”, un “sueña conmigo”.

Y cuando colgaban, Samara se quedaba mirando el techo, repitiendo frases en su cabeza, como si pudiera guardarlas para siempre.

Era amor, sí.
Un amor adolescente, sin manual, sin garantías.
Pero lleno de verdad.

Hasta que llegó ese día.

Mateo se había ido de viaje a la playa con su familia.
Al principio, todo seguía igual. Fotos tontas, emojis de sol, mensajes de “te extraño”.
Pero después, él empezó a responder con más distancia.
Más lento. Más frío.

Samara lo notó, pero no quiso decir nada.

Un día, esperó.
No le escribió en toda la mañana. Quería ver si él lo hacía primero.
Pero no.

Por la tarde, se animó a enviarle un mensaje suave:

“¿Ya comiste? ¿Cómo va tu día?”

La respuesta llegó, pero era otra voz la que hablaba:

“Samara, ya basta. Me estás molestando. Déjame disfrutar, ¿sí? No me dejas ni estar con mis amigos. Por favor, ya.”

Samara sintió que el corazón le caía al estómago.
Leyó el mensaje una, dos, diez veces.
Se quedó en silencio. No lloró. Aún no.
Solo se quedó inmóvil. Como si algo dentro de ella acabara de romperse.

Esa noche, llamó a Renata —la amiga que en los últimos meses había sido su mayor apoyo—.
Talía se había ido alejando, y aunque no fue algo feo, lo cierto es que Renata era quien realmente estaba ahí.

Renata no la juzgó. Solo la escuchó.
—No tienes que perseguir a nadie para que te quiera, Sam.
—Pero no lo estaba persiguiendo... solo lo quería cerca.
—Entonces que se acerque él. Ya es hora.

Esa noche, Samara dejó de ser tan intensa.
Ya no escribía cada hora. Ya no enviaba stickers.
Ya no decía “te amo” sin recibir respuesta.

Mateo lo notó.
Y unas semanas antes de regresar a clases, la buscó.

Lloraron.

Lloraron porque sabían que se habían lastimado sin querer.
Porque quererse no siempre basta para hacerlo bien.
Porque el amor no viene con instrucciones, y a veces uno ama con torpeza.

Se pidieron perdón entre risas.
Entre frases rotas.
Entre silencios que solo ellos entendían.

Y esa noche, Samara durmió pensando que todo iba a estar bien.
Que el amor real pasaba por ahí: por el dolor, por la paciencia, por los tropiezos.

Pero se equivocaba.

Porque el amor también tiene enemigos invisibles.
Y a veces… esos enemigos tienen apellido.




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