El amor a veces no se rompe de golpe.
No explota.
No grita.
Se apaga.
Lento.
Como una vela que se queda sin cera, como un recuerdo que se va disolviendo en los rincones del pecho.
Fue Nick quien trajo la brisa helada.
Con palabras bajitas, casi culpables.
—Escuché que Damián preguntó por Sol —dijo.
Samara no reaccionó de inmediato.
Su cuerpo siguió en el salón, sonriendo con los demás, haciendo como que no escuchaba el derrumbe.
Pero su alma… su alma se quedó en suspenso.
Quietecita.
Como si necesitara protegerse del temblor que vendría.
Sol.
Ese nombre no debería doler.
Pero dolió.
Como un vidrio enterrado en la lengua.
Como el recuerdo de lo que ella nunca fue para él: la primera opción.
La que se quedó en su cabeza incluso cuando ya no estaba.
En el recreo, otra amiga llegó.
Más datos.
Más cuchillas suaves que le abrían el pecho sin anestesia.
—Sí, lo escuché decirlo. Lo noté raro…
—¿Raro cómo?
—Como si algo le removiera el corazón al mencionarla.
No dijo más.
Y no necesitaba.
Samara no lloró.
Ni siquiera sintió enojo.
Sintió algo peor: la comprensión.
La certeza cruel de que ella siempre fue una pausa.
Un mientras tanto.
Una ternura temporal en lo que él decidía volver a su zona segura.
Ese día se fue a casa con una nube en el estómago.
Abrió el celular.
Dio vueltas.
Hasta que no aguantó.
Y escribió:
—¿Es cierto que preguntaste por Sol?
Damián respondió que sí.
Frío.
Honesto.
—¿Todavía te gusta?
Y la respuesta llegó.
Ambigua.
Cobarde.
Letal.
—Ya no está en la escuela.
Pero Samara no era tonta.
No necesitaba explicaciones.
Necesitaba saber si ella era el problema.
Y entonces, escribió:
—¿Si estuviera… te seguiría gustando?
Silencio.
Y luego, la frase que la rompió:
—Si estuviera contigo… no.
Una respuesta disfrazada de diplomacia.
Pero que escondía algo feroz.
Una elección:
Ella solo era suficiente en ausencia de otras.
Fue entonces cuando lo supo.
Lo supo con cada parte de su cuerpo.
Ella no quería ser el consuelo.
Ni la segunda opción.
Ni la chica que se quedaba mientras él miraba hacia atrás.
No lloró en ese momento.
No gritó.
Solo sintió una tristeza profunda, de esas que no se ven, pero pesan.
Una tristeza que se te sienta en el pecho y no se va ni con todas las canciones del mundo.
Pasaron los días.
Y como en los giros inesperados del universo, apareció él: Juan.
Un nombre del pasado.
Un compañero de primero de secundaria.
Un recuerdo apagado.
Hasta que le escribió.
Samara lo había visto en una foto de la prepa, semanas atrás.
Algo le vibró en el estómago al reconocerlo.
Pero no lo pensó mucho.
Ahora estaba ahí, en su bandeja de entrada, saludando con una sonrisa digital.
Y ella respondió.
Y hablaron.
Y rieron.
Y se burlaron del tiempo.
Y los silencios ya no pesaban, solo se acomodaban como almohadas entre frase y frase.
Y hubo una chispa.
No como esas que queman.
No como las que ciegan.
Era una chispa suave.
Cálida.
Una ternura nueva.
Un “te veo” sin urgencias, sin sombras.
Y se hicieron pareja.
Sin necesitar permisos.
Sin citas lujosas.
Sin escaparse.
Porque los papás de Samara no lo aceptarían.
Porque a veces el mundo no está listo.
Pero el amor no siempre pide permiso.
Y ellos no necesitaban salir.
Se bastaban con sus mensajes, sus llamadas, con los minutos robados al día para decirse: “me importas”.
Y justo ahí…
justo en medio de esa luz inesperada…
Samara supo que algo estaba cambiando.
Que estaba volviendo a querer.
De verdad.
Con los ojos abiertos.
Con el alma más fuerte.
Y entonces lo entendió.
Entendió que aunque lo hubiera amado con cada pedazo de sí,
aunque hubiera soñado con quedarse a su lado más allá de los recreos y las tardes eternas,
él no se quedaría.
Y no porque no pudiera.
Sino porque no quiso.
Samara se quedó mirando la conversación en el celular,
las palabras escritas que ya no decían nada,
las promesas implícitas que él nunca tuvo intención de cumplir.
Y con los dedos temblorosos, escribió su última verdad.
“No quiero volver a hablar contigo en la escuela.
Tal vez podamos ser amigos en línea, pero ya no quiero tener nada contigo.
De verdad, lo siento.
Si quiero salir bien de la secundaria, tengo que dejar ir.
Y tú eres una de esas cosas que necesito dejar ir.”
Le tembló el pecho.
Le ardieron los ojos.
Pero no borró el mensaje.
No lo editó.
No se disculpó.
Lo envió.
Y con ese envío, se cerró algo.
No de forma bonita.
No con un “gracias por todo”.
Sino con un hueco en el pecho…
con las ganas de llorar hasta quedarse dormida…
pero también con la certeza de que había hecho lo correcto.
Y mientras apagaba el celular, se dijo —como quien reza, como quien jura—:
“Vas a llorar como yo lloré.
Vas a pasar lo que yo pasé.
Nadie te va a amar como yo te amé.
Pero yo ya me hice a la idea:
…no eres mi novio.
No eres mi amor.
No eres lo que pensé.
Y aunque duela, ya no te quiero en mi vida.”
Ese fue el día en que Samara no dejó de amar…
pero sí dejó de esperar.
Porque a veces crecer no es dejar de sentir,
sino dejar de perseguir lo que no quiere quedarse.
Y aunque el corazón se le rompía como cristal mojado,
aunque cada palabra la atravesaba como espina,
Samara entendió que el amor verdadero también se muestra en el momento en que eliges dejar ir
al que no supo quedarse.
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Editado: 19.07.2025