Lo que queda atrás

Señor Forniller, ¿me escucha?

"Señor Forniller, ¿me escucha?"

Robot de asistencia en casa de Josep, 12 de febrero de 2120

La casa de Josep olía a sangre. La voz metálica del robot resonaba en el salón, como un eco infinito. Josep estaba en el suelo, inmóvil, y el robot permanecía arrodillado a su lado, repitiendo sin descanso:

—Señor Forniller, ¿me escucha?

Mara entró corriendo, con la vieja chaqueta militar golpeándole en las caderas, y cayó de rodillas, paralizada al verlo. Por un instante, su mente se nubló y sintió que se deslizaba por un sueño. La repetición insistente del asistente robótico la devolvió a la realidad. Se inclinó hacia el cuerpo del anciano, cegada por las lágrimas, y se aferró a él. Su pecho no se movía, su piel estaba fría. Josep había muerto. Al menos, eso creyó Mara en ese instante de pánico, hasta que un leve temblor rompió el silencio: una débil respiración.

Rápidamente, llamó a un transportador. Entre el robot doméstico y ella, lo cargaron y lo enviaron al punto de control sanitario más cercano, a 25 kilómetros de distancia. Eran casas particulares de médicos o enfermeros que, por diversas razones, decidieron quedarse en la Tierra y atendían a cambio de un ridículo sueldo y algo de material médico, proveniente de la Corporación.

El transportador se fue rápido con las piernas de Josep colgando y balanceándose. Encogido en el cubículo, parecía un puñado de naranjas. A Mara esa imagen le provocó una pena inmensa. Una situación así podía hacer perder la dignidad a cualquiera.
Respiró hondo, encendió el patinete y se dispuso a seguir la misma ruta. El aire frío le golpeaba la cara, pero ni siquiera esa sensación la liberó del dolor que sentía. El asfalto, agrietado y abandonado, pasaba como un borrón gris bajo sus ruedas. A los lados, las fachadas deslucidas de los edificios dejaban caer trozos de pintura y recuerdos oxidados de un pasado mejor. Tras una hora de monotonía decadente, llegó al punto. En la calle, cerca de la puerta, había gente sentada en la acera o paseando lentamente, intentando paliar sus dolores. La chica que la atendió en la entrada le explicó que la doctora estaba biofusionando la herida de Josep y que ya la llamaría cuando pudiera entrar.

Allí, rodeada de dolores y penas ajenas, recordó al anciano diciéndole “Xiqueta, què faria jo sense tu?”, y sintió cómo su alma se enfermaba, acompañando la tristeza que parecía envolver la calle entera. Le había cogido tanto cariño a ese señor grandote de orejas descomunales que sintió vértigo ante la posibilidad de perderlo.

Angustiada, también pensó en su hermana. En si estaría preocupada, así es que le mandó un mensaje para decirle que no la esperara despierta. Si tenían que volver a pie, se les haría de día.

El tiempo se dilató, pesado y áspero. La respiración se le atascaba en a garganta cada vez que crujía la puerta. Alguien se lamentó, otro tosió. Solo podía pensar “Que no sea tarde. Que aguante”. Se frotó las manos frías intentando entrar en calor y cuando la noche empezó a asomar, por fin la dejaron entrar.

Se acercó con el corazón encogido a la camilla, temiendo lo que iba a encontrar. La herida en la cabeza de Josep era enorme, aunque bien cerrada y con buen aspecto, pero la impresión la dejó paralizada, como si su cuerpo se negara a aceptar lo que veía.
—¿Tú eres la que ha mandado al señor en ese transportador? —la doctora era una señora redonda, con gafas y pelos en todas direcciones.

—Sí, lo siento. Vivimos lejos y era urgente.

—Mmm… Mañana se acordará del viajecito… Mira que traerlo encogido en una caja —la vergüenza hizo agachar la cabeza a Mara—. En cuanto se despierte, veremos cómo está. Aquí no tenemos escáner y no puedo asegurar que solo tenga una herida superficial. Le he inyectado uno de los últimos nanomed que nos quedan este año. No habrá problemas de inflamación o infección durante siete días. Si después le duele o la fusión cambia de aspecto, tendríais que volver.

Mara agradeció que aún quedaran algunos recursos médicos para Josep. Sin un nanomed controlándole la inflamación y liberando pequeñas dosis de antibiótico, no sabía cómo se las habrían apañado. Salió del punto como si arrastrara una pesada sombra. Afuera, la noche la recibió desangelada y hostil, y se refugió en el sofá abandonado de una vieja peluquería de la calle, un local dejado atrás como tantos otros. Allí durmió a retazos y durante esas horas inquietas, su mente la torturó con sueños caóticos: la herida negra y sangrante de Josep, nanomeds agotados, su hermana desplomándose sin previo aviso. En varios momentos, el latido acelerado de su corazón la desvelaba, como un eco que respondía a los ruidos lejanos y desconocidos de la calle.

Un último grito, que no supo si era real o parte de su ensoñación, se mezcló con el sonido metálico de la puerta del punto al abrirse. Mara se incorporó sobresaltada, con el corazón todavía retumbando en el pecho. La luz del amanecer empezaba a bañar las calles desiertas. Vio a la joven buscándola con la mirada.

—Tu abuelo ya ha despertado y parece que está bien. No para de preguntar dónde está su “xiqueta” —la chica sonrió con suavidad—. Parece que te quiere mucho. ¿No has ido a la colonia por él?

—No es mi abuelo. Soy su asistente y sigo aquí porque no puedo pagarme el pasaje.

—¿Irías a Viridia si lo pudieras pagar? —los ojos de la chica reflejaban más curiosidad que juicio.
Viridia… ese planeta lejano y prometedor a donde la mayoría había emigrado. El sueño de los que se habían quedado.




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