"No apagues la luz"
Josep, cuando me iba de su casa, 13 de febrero de 2120
El agotamiento convirtió las piernas de Mara en plastilina y su cabeza en una olla a presión. En las calles ya no quedaba apenas gente y se permitió arrastrar los pies por el asfalto agrietado y caliente. Un dron nocturno la bañó en luz y le dio las buenas noches muy asépticamente “Duerme tranquila, la Corporación vela por ti”.
—Tu puta madre —escupió Mara a la noche.
Pero al dron le dio igual y siguió indiferente por las calles en penumbra.
Había dejado a Josep en casa, después de prepararle la cena y acostarlo, y a duras penas estaba llegando a su portal. Se les había caído encima la noche cuando llegaban a la Llometa y el anciano ya había perdido casi todas las fuerzas que le habían regalado los nanomeds. Poca agua y poco alimento durante todo el día aceleraron el declive de ambos en las últimas horas de caminata.
Mara se escurrió un poco en el abrazo de Dària. Se dejó aguantar para liberarse por unos segundos de todo el peso que se había traído. El abrazo fraternal, con la cabeza de su hermana buscando su pecho como cuando eran niñas, le hizo agradecer su compañía incondicional.
Cenó unos sticks proteicos en el sofá. Sabían a lo mismo de siempre: nada. Pero mataban el hambre y con eso bastaba. En Viridia, según los anuncios, el pan crujía y las frutas tenían formas y colores imposibles. Aquí todo era pasta insípida, servida en platos desportillados.
Con los ojos a medio gas, le explicaba las últimas horas a su hermana. Dària la arropó con una manta y se sentó a su lado para darle calor. Aunque sus brazos eran delgados, acogían de manera firme y amorosa.
—Estará bien, Mara. No te hubiera dejado ir si te necesitara.
—No apagues la luz —murmuró Mara, con las últimas fuerzas que le quedaban.
—¿Cómo?
—Me ha dicho "no apagues la luz", cuando me iba.
—¿Te ha dicho eso? —soltó una risa suave.
—No me lo había dicho nunca —Mara no reía, atrapada en su trance.
—Bueno, quizás hoy lo quería así…
—Tiene miedo —cortó Mara.
Desde la ventana, las luces de los drones recorrían la calle desierta, reflejándose en charcos sucios y coches oxidados. Era la paradoja en la que vivían: nunca estaban solos, pero sí abandonados. En el silencio que se produjo, oyeron cómo se acercaba el carrito de Guillem en el que, seguro, llevaba sobras del mercado. Mara lo observó pasar, cabizbajo, apenas una sombra bajo la única farola solar de la calle.
—Sí, debe estar acojonado —continuó Dària, volviendo al tema—. La muerte le ha respirado en la oreja… Te necesita, Mara.
—Lo sé, pero no puedo estar a todo. Yo cumplo con mi horario. Él no me pide que haga más horas.
—Porque sabe que no puedes.
—¿Y qué hago, Dària? ¿Qué quieres que haga?
—Vayámonos a vivir con él —la sentencia arqueó las cejas de Mara.
—No, Dària. Ya lo hemos hablado alguna vez… Es complicado.
—¿Complicado? Es cambiar de casa. Punto. Yo puedo ayudarte a cuidar de él.
—No es tan simple. No sé si tú te acoplarías, si te gustaría…
—Yo no soy un bebé —respondió Dària, seca, apartándose un mechón rojizo que le caía sobre los ojos. La sobreprotección de su hermana la asfixiaba a veces.
Mara suspiró y dejó caer la cabeza en el respaldo del sofá.
—No quiero que me necesite más de lo que ya me necesita. Es demasiado para mí —el anciano no pedía mucho, pero lo poco que necesitaba la sobrepasaba algunos días.
—Mara, Josep no estará por aquí mucho más, y tú eres de arrepentirte mucho.
Buceó en esa incómoda posibilidad hasta que, por fin, la atrapó el sueño y se durmió. Soñó con su antiguo vecino Manuel, con sus hijos y su mujer. Todos le sonreían y le saludaban con las manos llenas de sangre. Ella quería gritar, pero algo denso e invisible le tapaba la garganta. Sus padres yacían en el suelo desmadejados, agujereados y repletos de sangre. Oía a Dària llorar y llamarla. Entonces, Manuel levantó un cuchillo y el llanto de su hermana se apagó.
—¡Mara! —la voz de Dària rompió el último eco del sueño.
Mara abrió los ojos de golpe, jadeando. Tardó un momento en darse cuenta de que ya no estaba en el suelo ensangrentado, sino en el sofá de su casa, con la cara empapada de sudor.
—Joder, los Ferrer, otra vez. Ojalá se les haya atragantado la vida allá en en Viridia.
Dària se recostó de nuevo y guardó silencio. No sabía si debía hablar. Finalmente se atrevió y dijo a media voz:
—¿Qué será de ellos? ¿Podrán dormir por las noches?
—Claro que podrán – soltó Mara con rabia- quien es capaz de matar por unos pasajes no tiene sentimientos.
Dària volvió a callar. Recordar el asesinato de sus padres, la orfandad repentina, los sueños rotos y el dolor continuo desde hacía ocho años, la dejaba paralizada, sin poder procesar. Todo dolía, dolía mucho. Y no podía evitar pensar en cómo hubiera sido su vida si hubiesen llegado los cuatro a la colonia.
—Ahora estaríamos en Viridia, con papá y mamá. Mamá estaría en un Immsersis de esos que tienen, siendo la heroína de cualquier película tonta que le hiciera feliz -Dària rio sin ganas y se secó una lágrima.