Lo que queda atrás

Parte del orden

“Hay cosas que es mejor dejar como están, forma parte del orden”

El Vigilante en el mercado, 27 de febrero de 2120

Las primeras semanas fueron de pura adaptación. Las chicas se acomodaron en una habitación pequeña, con dos camitas austeras, pero gratamente cómodas. Los colchones estaban un poco abollados en el centro, pero quejarse por eso no cabía en esos momentos, peores cosas les habían tocado. La casa de Josep, decorada con muebles de diversas épocas, olía a romero, a ropa secada al sol y a vida vieja. Aquella mezcla extraña acabó resultando acogedora.

Al instalarse, Dària volcó sus cosas en la cómoda sin orden ni concierto. Al lado estaba todo lo de Mara meticulosamente doblado. Cada vez que se atascaba un cajón, soltaba un ¡joder! con enfado y Josep reía desde la cocina diciendo:

—Eso es una metáfora de la vida, xiquetes: al principio, todo se resiste.

—¿Sí? ¡Pues la vida es una mierda! —protestaba Dària, arrancando otra risa al anciano.

Mara, que intentaba organizar sus cosas más delicadamente, bufaba mientras su boca escondía una leve sonrisa.
En la mañana del segundo martes, las chicas se levantaron para ir al mercado con todo lo recolectado el día anterior. Josep ya llevaba un rato despierto e intentaba prepararles el desayuno a las chicas: el zumo de una naranja y dos barritas de cereales y proteína.

—Josep, yo no sé cómo decírtelo ya —le regañó Mara— ¡estamos aquí para cuidarte nosotras!

—Oye, una cosa quería decirte —Josep miró detrás de Mara bajando la voz.

—Sí, claro… eso estoy diciéndote yo… —Mara también miró atrás, entendiendo que Josep no quería que Dària le escuchase.

—Está muy callada estos días, ¿no crees?

Claro que creía. Era algo que no podía quitarse de la cabeza, pero intentaba pensar en otras cosas para no darle vueltas a todas las posibles causas.

—Sí, hoy le ha costado levantarse… Tiene una fuerte jaqueca de nuevo. No quiero que venga a trabajar, pero ella se empeña.

—Quizás debería ir a un punto de control sanitario, Mara.

—Ella no quiere, ya se lo he dicho. No quiere que gastemos créditos en eso. No tiene 10 años, Josep. No voy a pelear con ella.

—También puede acercarse al hospital robotizado, lo tenemos cerca.

—Sí… también puede…

Los tres compartieron el desayuno y las chicas hicieron la comida y montaron el carro para el mercado con todo lo que habían preparado el día anterior. Los lunes, miércoles y viernes iban a los montes y los barrancos a recolectar. Los martes, jueves y sábado eran días de mercado. Los domingos los dedicaban a preparar tónicos, ungüentos y brebajes.
Dària repasó bien las cajas apiladas. Había ramilletes de hierbas frescas y secas, frascos con tónicos y ungüentos, y recipientes reutilizados que aseguraban a las hermanas un sistema sostenible con sus clientes habituales.

Nem? —le dijo Mara a su hermana.

—Sí, vamos.

Mara se fijó en la poca convicción con que su hermana contestó. De pronto la vio más cansada y frágil que nunca. Eso le retorció el estómago.

El amanecer iluminaba los campos abandonados, donde la vegetación salvaje reclamaba su lugar entre escombros y antiguas parcelas. El carro no era demasiado pesado, pero el camino era prácticamente cuesta arriba. Al llegar, les saludó un dron que merodeaba en la puerta principal, “Bienvenidas al mercado municipal del sector 4 de Túria. Cualquier infracción del ROP acarreará multa, castigo físico o, en casos extremos, la muerte del infractor. Disfruten de su compra y recuerden: un mercado tranquilo es un mercado feliz”. El mensaje del dron terminó con un zumbido y Mara respiró hondo. El mercado ya estaba en marcha y, si no se daban prisa, podían quedarse sin los mejores puestos: los más cercanos a la puerta, donde la luz natural aún filtraba y los clientes se detenían primero.

Nada más entrar, el olor a viejo y a desechos olvidados golpeaba con fuerza. La suciedad acumulada de años lo volvía aún más deprimente.

Mara empujó el carro hasta una de las casetas más cercanas a la puerta. Entre las dos colocaron todos los frasquitos y envases encima de un trapo desgastado que siempre llevaban con ellas. Mara ordenaba por tamaños, Dària lo dejaba sin pensar mucho. Al terminar, repasaron toda la mercancía y Mara se fijó en cómo su hermana no había tenido mucha gracia al colocar los productos. Estaba a punto de soltar un comentario cuando una voz cálida y familiar las sobresaltó.

—¡Mis chicas! —exclamó Paula, acercándose con una sonrisa amplia que contrastaba enormemente con su cuerpo menudo y su cabecita pequeña. Llevaba una cesta desgastada llena de huevos que la tapaba casi por completo.
Paula había sido amiga de su madre desde que ellas tenían uso de razón. Cuando fallecieron sus padres, fue una de las personas que más las ayudó a salir adelante. Ahora no la veían mucho porque ya no iba tanto al mercado, pero el ratito con ella las alegraba.

—¡Hola, Paula! —Dària fue a su encuentro para darle un abrazo. Mara no pasó por alto lo lento que había sido su movimiento, ni cómo, por un segundo, pareció apoyarse en la cesta. Se mordió el labio, intentando ahuyentar el pensamiento que comenzaba a formarse. En su mente, como un destello, apareció el recuerdo de Dària corriendo con dos años, como un patito feliz, hacia Paula. Siempre había adorado a esa mujer. Aquella imagen infantil, llena de vitalidad y energía, contrastaba cruelmente con la fragilidad que veía ahora en su hermana. El peso del cambio le cayó de golpe.




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