“Es que te pareces tanto a mamá”
Dària, 28 de febrero de 2120
Al día siguiente tocaba recolectar, y a media mañana las hermanas ya llevaban las cestas casi llenas de brotes, raíces y ramilletes.
—Ayer hicimos un buen trueque con el tipo aquel del bigotito —comentó Dària mientras escarbaba el suelo con un palo metálico, buscando más raíces.
—Ay, ¡sí! Esos tomates estaban de muerte. Creo que hacía tiempo que no veía a Josep tan feliz en la cena.
—Y total, por un ungüento de caléndula… salimos ganando.
El sol se agradecía después de haber pasado el día anterior encerradas entre la humedad y la poca luz del mercado. Un insecto pasó zumbando cerca de la cabeza de Mara, que dio un manotazo para apartárselo. Cerca, una abubilla alzó el vuelo al notar la presencia de las hermanas.
—Cada vez hay menos malva… entre la poca que crece y la competencia —murmuró Mara, mientras recordaba las veces que se habían encontrado a otras personas recolectando. Las miradas de desconfianza y el rechazo instintivo al ver a otros cogiendo “su” materia prima le resultaban inevitables. Era lógico que el lugar fuera de todos, pero ella no podía evitar sentirlo como una invasión.
—Recuerdo cuando veníamos con mamá, ¡esto estaba repleto! —respondió Dària.
Elena, la madre de las chicas, había sido una de las últimas promociones en estudiar farmacia. En los años 80 del siglo XXI, con el éxodo a Viridia en aumento, la mayoría de la gente prefería dedicarse a ganar dinero o a prepararse para emigrar. La educación reglada comenzó a considerarse prescindible, y las universidades cerraron por falta de estudiantes. Sin embargo, algunas carreras como farmacia, enfermería, medicina o ciertas ingenierías resistieron unos años más por su utilidad para quienes permanecían en la Tierra.
A Elena, la farmacia le sirvió para trabajar creando medicamentos alternativos y abasteciendo a vecinos que no podían permitirse los caros productos farmacéuticos importados. Lo que no llegó a saber nunca fue el gran regalo que les había hecho a sus hijas al enseñarles fitoterapia desde pequeñas. No lo hizo pensando en su futuro, porque siempre imaginó que emigrarían pronto a Viridia, sino por transmitirles su amor por la naturaleza y su magia, como ella la llamaba. Y, dentro de la desgracia que vino después, también le salió bien.
Dària recordó a su madre enseñándoles a distinguir la malva: “Buscad las más aisladas y con hojas sanas. Esas tendrán las raíces más fuertes”. La imagen de Elena, de rodillas en la tierra, señalando con las manos manchadas de tierra, le despertó una oleada de cariño.
A Mara, lo que le evocó la mención al pasado fue un huerto comunitario cercano al barranco por el que pasaban muchas veces. De niña, había ayudado a recoger calabacines allí junto a sus padres y otros vecinos. Ahora solo quedaban matorrales, las marcas de lo que una vez fueron surcos, y una herramienta oxidada clavada en la tierra. No era tanto el lugar lo que dolía, sino el símbolo: el mundo que estaban dejando morir.
—¡Uish! —exclamó Dària.
Mara, que estaba recogiendo a unos metros de distancia, la observó extrañada. La mano de Dària parecía moverse con precisión hacia el brote, pero cerró los dedos en el aire, como si hubiera calculado mal. “Qué raro…”, pensó. La vio intentarlo de nuevo, con el mismo resultado, antes de que dejara escapar un suspiro de frustración, se levantara y se pasara una mano por la frente.
De repente, los pájaros dejaron de cantar, y un silencio extraño invadió el barranco. Mara levantó la vista, inquieta. Todo parecía congelado en una calma antinatural. Cuando buscó la mirada de Dària, encontró en su rostro un gesto de pánico: los ojos muy abiertos y fijos en un punto detrás de ella.
—¿Qué pasa? —preguntó Mara, girándose rápidamente. Pero no había nada.
Un gemido ahogado la devolvió a su hermana. Dària seguía inmóvil, con la mirada perdida y un rictus de pavor en el rostro. Las manos de su hermana comenzaron a retorcerse, plegándose hacia su vientre en espasmos. Todo su cuerpo temblaba ligeramente, como una cuerda tensándose antes de romperse.
—¡Dària! —Mara saltó los dos metros que las separaban, justo a tiempo de sostenerla antes de que cayera rígida como una tabla—. ¡No, no!
El cuerpo de Dària comenzó a sacudirse en convulsiones violentas. Mara, aterrada, trató de recordar lo que debía hacer: colocarla de lado y evitar que se golpeara. Sus propias manos temblaban mientras intentaba sostenerla.
—Tranquila, tranquila… estoy aquí, estoy aquí… —susurraba con desesperación, aunque sabía que Dària no podía oírla.
Las convulsiones parecieron durar una eternidad, un tiempo en el que Mara sintió cómo la posibilidad de perder a su hermana la devoraba por dentro. Finalmente, el cuerpo de Dària se relajó, inerte, como una muñeca sin vida. Mara se quedó arrodillada a su lado, jadeando, con los ojos llenos de lágrimas.
—Dària… por favor… —susurró entre sollozos, mientras la sujetaba con cuidado y comprobaba que respiraba.
Pasaron varios minutos hasta que Dària abrió los ojos. Parecía completamente desorientada. Intentó hablar, pero de su boca no salió ningún sonido.
—Shhh, tranquila. Está todo bien —le dijo Mara, apartándole un mechón de la frente. Pero nada estaba bien. Mientras tanto, su hermana intentó hablar de nuevo.
—Dària, tranquila, de verdad. Descansa. Está todo bajo control. Enseguida veremos si puedes ir a casa o si necesitamos buscar ayuda.