“Poco más puedes hacer, cariño”
Paula, 29 de febrero de 2120
Dària se debatía entre entrar o no en el pasillo, pero otro dron le dejó muy claro que no debía hacerlo, enfocándola con una luz potente.
—Ciudadana, apártese del pasillo.
La impotencia de no poder actuar hizo que le fallaran las piernas, y se dejó caer al suelo, llamando a su hermana con un hilo de voz. Un paciente de la sala de espera se acercó y le puso una mano en el hombro.
—¿Qué ocurre, chica?
—El dron la ha atacado, no sé qué le ha hecho —las lágrimas le nublaban la vista y apenas distinguía el largo pasillo y el bulto inmóvil en el suelo.
—No te preocupes, niña. Le han lanzado un proyectil sedante de precisión. En veinte minutos estará despierta.
Dària observaba con pánico cómo el dron escaneaba a su hermana, temiendo las consecuencias de aquello. En ese momento llegó una especie de transportador que extendió unos brazos mecánicos y recogió a Mara del suelo. Dària se levantó, inquieta, y vio cómo el transportador avanzaba hacia el hall con su hermana inmóvil. —¿Dónde la llevan? —sollozó.
—La van a sacar del centro, aquí ya no es bienvenida.
Efectivamente, observó cómo la máquina cruzaba el hall y se dirigía hacia el exterior. Dària la siguió. Ya en los escalones de la entrada, los brazos mecánicos soltaron a Mara con brusquedad, dejándola caer al suelo como si fuera un objeto. Un pitido estridente marcó el fin de la operación, seguido por un mensaje:
—Paciente expulsada. Protocolo de seguridad completado.
Dària corrió hacia su hermana y se arrodilló junto a ella, intentando acomodarla. La visión de Mara, flácida e indefensa, le provocó una oleada de angustia. Parecía tan pequeña, tan vulnerable, que por un instante sintió que el mundo se encogía a su alrededor.
Mientras la acomodaba, las lágrimas resbalaban por su rostro y caían sobre Mara. Lloró todo el tiempo que tardó en despertar. Lloró por la incertidumbre y la impotencia que sentía, lloró porque no podía hacer otra cosa. Porque, por primera vez, sintió que no tenía el control de nada, ni siquiera de sí misma. Lloró por el amor hacia su hermana, por sus padres, por no poder estar en Viridia, donde estas cosas no pasarían...
Dària estaba inmóvil, con la mirada perdida, cuando su hermana empezó a moverse en sus brazos. Pronto centró la vista en Mara.
—Ey… ¿Cómo estás? —le dijo acariciándola.
Mara frunció el ceño mirándola, levantó un poco la cabeza y miró a su alrededor. —¿Qué hacemos aquí fuera?
—Te han sedado y te han echado, Mara.
Esta dejó caer de nuevo la cabeza en el regazo de su hermana y se tapó la cara. —¿Te das cuenta de lo peligrosas que son las gilipolleces que haces? —Dària cambió su tono dulce a uno un poco más enfadado.
—Joder, Dària. Tenemos que saber qué es esa anomalía —Mara empezó a levantarse. —¡Ya está bien! —la explosión de Dària paralizó a Mara, que se quedó mirándola con temor—. ¡Para ya de querer solucionar tú la vida de todos! Sé que lo haces porque me quieres, Mara. No dudo que darías la vida por mí. ¡Pero no me has preguntado en ningún momento si yo quiero hacer todo lo que estás haciendo! Es que hay veces que parece que, en lugar de pensar en mí, solo estás pensando en ti.
A Mara le cambió el semblante. Sintió como si un nudo le apretara el estómago. Sabía que su hermana tenía razón, pero escuchar esas palabras de su boca le dolía. No quería ser egoísta, solo quería protegerla, pero... ¿y si estaba equivocada? Se apartó un poco, incómoda, incapaz de sostenerle la mirada. —No lo hago por mí, Dària... —murmuró, como si intentara convencerse a sí misma más que a su hermana.
Dària se arrepintió enseguida de lo que le había dicho. Ver a su hermana desarmada no le gustó, pero también quería que entendiese que ella tenía su propia vida y sus propias ideas. —Vale, Mara. No pasa nada. Vámonos.
El viaje en el movipod fue silencioso e incómodo. Mara libraba una batalla en su mente. Por un lado, estaba el deber de respetar el sentir de su hermana, por otro, le comía la rabia de no poder hacer lo que ella creía correcto. A Dària, por su parte, la había invadido una profunda desazón y, allí en el movipod, con la cabeza recostada en la puerta, sintió que su cuerpo se derretía de tan derrotada que estaba.
Cuando llegaron a casa de Josep, bajaron sumidas en el mismo silencio. Al entrar a la casa, Mara cogió el patinete de la entrada.
—¿Dónde vas? —dijo Dària, extrañada.
—Voy a despejarme. Comed sin mí, ya vendré —Mara estaba distante.
—Está bien —Dària seguía dolida y hubiese dado lo que fuera por reconciliarse con su hermana.
Mientras marchaba, Mara pensó en Paula, aquella mujer que había sido un apoyo constante tras la muerte de sus padres. Hacía tiempo que no la visitaba, pero ahora sentía que necesitaba su perspectiva tranquila para poner en orden sus ideas.
Paula vivía en una casa muy modesta en el sector 2 de Sierra. En esa zona todavía quedaban construcciones con estructura tradicional y sistemas de calefacción antiguos. Se calentaban con chimenea, algo que casi nadie más tenía ya.
Al llegar Mara a la puerta, un remolino de plumas y unas gallinas que picoteaban cerca salieron espantadas, cacareando hasta perderse por la esquina. El escándalo hizo que Paula se asomara, extrañada, por un ventanuco. Al ver a Mara, su rostro se iluminó.
Recibió a la chica con entusiasmo, pero cuando reparó en su semblante, su expresión cambió a una de preocupación.
—Cariño, ¿qué pasa? —le dijo mientras la abrazaba.
—Hola, Paula… —murmuró Mara, sintiendo por momentos que lo único que estaba haciendo allí era molestar.
Ambas entraron. El calor del fuego que ardía en el hogar hizo que Mara aflojara los músculos y se sintiera por fin arropada.
—Dime, mi niña, ¿ha pasado algo con Josep?
—No, Paula… no es Josep. Es Dària.
—¿Qué pasa? —preguntó Paula, elevando el tono de voz, visiblemente alarmada. —Deja que te cuente… —respondió Mara, acomodándose junto a ella en el sofá.