“¿Ves cómo soy el rey?”
El Vigilante, 1 de marzo de 2120
A la mañana siguiente, Mara despertó sobresaltada, pensando que se había quedado dormida. No acudir a tiempo a una citación de La Atalaya podía acabar triplicando la multa o el castigo o, en el peor de los casos, en un encierro prolongado. Por suerte, se despertó con tiempo para vestirse e intentar comer algo. Preparó su mochila para la recolecta por si Josep le preguntaba y partió con tiempo suficiente para llegar a su hora. De momento no quería decirles nada a Josep y a Dària. Ya les contaría al volver.
Cinco minutos antes de la hora acordada, llegó a la plaza donde se erigía La Atalaya. Su estómago se encogió. A partir de ahí, su vida podía cambiar radicalmente, bien por una multa elevada que mermara los pocos créditos que tenían, bien por un encierro en una celda opresiva o, peor aún, por el escarnio público en las celdas de cristal. No sabía qué opción era más aterradora.
Frente al edificio, su magnitud la abrumó. A la derecha de la gran puerta metálica que daba acceso, Mara pudo ver, con el corazón encogido, dos cristaleras enormes que exhibían el horror todos los días. Esa mañana solo estaba ocupada una de las celdas de escarnio. Dentro, una mujer de mediana edad estaba acurrucada en el suelo, con la cara pegada al cristal. Del lado de la calle, casi en la misma postura y acariciando la cara de la mujer a través del vidrio, estaba un chaval de unos quince años, probablemente su hijo.
Por el semblante de la mujer, con los ojos perdidos y la cara demacrada y sucia, Mara calculó que llevaría allí al menos un mes, comiendo las migajas lanzadas por un agujero, defecando en un rincón del cuartucho y aislada de cualquier estímulo. Lo peor era el cristal. Desde dentro, era opaco. Ella no podía ver a su hijo acariciándola con desesperación.
Mara apartó la mirada y avanzó hacia el portero, una pantalla con escáner situada junto a la gran puerta metálica.
—Bienvenida a La Atalaya, ciudadana. Prepárese para un escaneo total.
Tragó saliva y se mantuvo erguida, con los ojos bien abiertos y las palmas de las manos al frente.
—Iniciando escaneo... —anunció la máquina con voz metálica.
Un haz de luz azul recorrió su cuerpo, desde las plantas de los pies hasta la cabeza. Durante unos segundos interminables, Mara notó cómo la luz se detenía en ciertos puntos, como si analizara algo más allá de la ropa. El sonido del dispositivo era un zumbido constante que vibraba en sus oídos, aumentando su incomodidad.
—Ciudadana identificada: Mara Brell, residente en Túria. —La voz mecánica continuó con un tono invariable—. Se le acusa de haber violado las normativas de seguridad en zona de acceso restringido.
La gran puerta metálica se abrió con un chirrido seco. La máquina añadió:
—Avance a la sala organizativa hasta recibir indicaciones.
Mara entró arrastrando el patinete. Un hormigueo le recorría la espalda. Después de cerrarse las puertas, tuvo que acostumbrar sus ojos a la penumbra mientras avanzaba despacio. Ese ritmo le servía para calmarse, para engañarse a sí misma con la idea de que aún tenía algo de control. Cuando por fin pudo ver con claridad, se cruzó con una chica que se dirigía a la salida. Su rostro estaba empapado de lágrimas y roto de dolor. Miró a Mara con una mezcla de comprensión y pena que le retorció las entrañas. ¿Qué tipo de crimen habría cometido esa chica? ¿Intentar conseguir comida o curas para algún ser querido? Estaba segura de que se trataba de una acusación absurda y que, a juzgar por el semblante de la muchacha, el castigo había sido un mazazo económico.
Cuando atravesó todo el hall, entró en la sala organizativa y se sentó en una de las bancadas. Desde allí podía ver unos diez habitáculos administrativos atendidos por robots. Aunque le extrañó ver que todavía había un par de habitáculos gestionados por humanos.
En las paredes de la sala destacaban unas grandes pantallas decadentes que mostraban imágenes de Viridia, como parte de un cruel recordatorio. Todo el mundo sabía que el 99% de las personas que estaban allí en La Atalaya jamás lograrían llegar a la colonia. En la sala, las caras de los presentes reflejaban la misma mezcla de resignación y angustia. Eran personas humildes que probablemente infringieron alguna norma abusiva o absurda por pura desesperación.
—Mara Brell, diríjase al terminal seis —la voz metálica la hizo sobresaltarse.
Avanzó con nerviosismo y algo de incomodidad al ver que la iba a atender una humana, una mujer mayor.
—Buenos días, querida —le sonrió la señora, amablemente.
—Buenos días.
—Veo por aquí que se le acusa de haber entrado a una zona restringida del centro robotizado de Levante, ¿no es así?
La mujer mantenía una sonrisa inquebrantable. A Mara le parecía grotesco.
—Eh, sí…
—Muy bien, querida. Pues eso que usted hizo está castigado con una sanción de 3.000 créditos.
A Mara le cayó el alma a los pies. Sintió cómo se le retorcían las tripas y se le iba la sangre de la cabeza.
—Perdone, pero debe haber un error. Yo…
—No hay ningún error, señorita —le interrumpió la mujer, con su sonrisa perenne, como si anunciara el clima y no la ruina de una persona.
—Sí… ¿Está usted segura de que la sanción por…
—Segurísima, querida —volvió a interrumpirla.
Por momentos, Mara vio pasar un posible futuro por su mente. Uno en el que la encerraban en una celda de escarnio por no poder pagar. Uno en el que tenía que abandonar a Josep y a su hermana y hacerles sufrir. Uno en el que terminaba como la mujer del cristal, sin identidad ni esperanza.
Esto le hizo sentir un fuego ardiendo dentro de ella, que le subió a la garganta.
—Disculpe, señora, ¿puedo hablar con algún superior suyo?
—No, querida. Eso no es posible.
El fuego le quemaba el pecho. Se levantó repentinamente y apoyó sus manos en la mesa, acercando su cara a la de la mujer, que empezó a perder esa sonrisa estúpida.