“No llego...”
Dària, 1 marzo de 2120
El tiempo se congeló para Mara, sentada en la silla de la sala de juicios sin saber qué hacer ni cómo actuar. El último gesto del Vigilante le revolvió el estómago. Era algo aberrante y, sin embargo, inquietantemente íntimo. No sabía cómo digerirlo teniendo en cuenta la conversación y la clemencia que él había tenido con ella. La había dejado libre. Le había quitado las sanciones y las penas. ¿Por qué? ¿Qué sacaba de todo esto? ¿Qué quería de ella? Le dio miedo seguir esa línea de pensamiento.
Con esa inquietud, salió de la sala, casi esperando que otro dron fuera chillando a por ella. Recogió su patinete y abandonó La Atalaya. Al salir, sus ojos se posaron de nuevo en la mujer del escarnio, y un escalofrío le recorrió la espalda al pensar en la suerte que había tenido.
Pasó el resto de la mañana recolectando, descargando toda la adrenalina acumulada y dándole vueltas una y otra vez a las palabras del Vigilante: “Solo digo que no es tan difícil conseguir ciertas cosas”, “¿Crees que no revisé tu historial antes de entrar aquí?”, “Me diviertes, me intriga tu forma de ser” … Si seguía acumulando tantas frases perturbadoras en su carpeta de bucles, su dispositivo iba a pedir una ampliación de memoria por desesperación.
Cuando hubo recogido algo decente que le sirviera de tapadera, se dirigió a casa.
Al llegar, Dària la abordó.
—¡Mara, Mara! ¡Mira! —traía su dispositivo en la mano— ¡Me han citado para mañana a mediodía! ¡Ya funciona el escáner!
El corazón de Mara brincó de alegría. Abrazó a su hermana.
—¡Vaya, Dària, eso es genial!
La apartó un poco para mirarla a los ojos y vio el miedo reflejado en ellos. Su propia alegría se desvaneció.
—Todo va a ir bien, Dària. Voy a estar a tu lado, te digan lo que te digan.
Dària no pudo evitar romper en llanto.
—Ya… lo sé. Tengo mucha suerte de tenerte. Pero, aun así, tengo miedo.
—Claro, Dària. Es completamente normal. Pero todavía no sabemos nada.
Josep, que había estado en silencio hasta el momento, se acercó despacio y le puso una mano en el hombro con suavidad.
—Pase lo que pase, aquí estaremos.
Dària asintió entre sollozos, mientras Mara, en silencio, no podía apartar de su mente la caricia del Vigilante. Uno de los hombres más poderosos de la ciudad había conseguido en cuestión de horas lo que a ellas les hubiera costado probablemente meses. ¿Por qué? ¿Qué la hacía especial a sus ojos?
Mara mandó a Dària a preparar la comida para que dejase de pensar. Ella estuvo preparando productos para ir al mercado al día siguiente. La tarde se hizo larga, pero Josep y Mara intentaron mil y una cosas para darle tranquilidad a Dària.
A la hora de acostarse, Dària estaba muy nerviosa y Mara le preparó una tisana de hierbas calmantes que, por suerte, hicieron efecto. Ella también tomó, pero no le sirvió de nada. Pasó la noche en vela, una más, girando en una noria de escáneres y vigilantes. Se revolvió en la cama, cerró los ojos con fuerza, respiró hondo. Trató de convencerse de que todo saldría bien, de que su mente necesitaba descanso. Pero cuando su cuerpo casi se hundía en el sueño, la sensación de unos dedos bajo su barbilla la despertó de golpe.
Abrió los ojos de par en par, con la respiración contenida y el corazón martilleándole en el pecho. No era real. No podía ser real. Apretó los dientes, girándose sobre sí misma, pero la idea de que el Vigilante se había metido bajo su piel y podía incluso despertarla en sueños, la mataba por dentro.
Volvió a cerrar los ojos. Sabía que no dormiría, pero al menos podría fingir que tenía el control.
Al día siguiente, las chicas se prepararon para ir al mercado. Dària había descansado bien y se encontraba con fuerzas, pero Mara no las tenía todas consigo e intentó convencerla de que se quedara en casa, sin éxito.
Llegaron temprano y comenzaron a colocar los productos mientras el bullicio del mercado cobraba fuerza a su alrededor: voces regateando, escáneres verificando transacciones y clientes moviéndose entre los puestos con expresión calculadora.
Mara intentó concentrarse en su trabajo, pero el zumbido de un dron la sacó de golpe de su rutina. No le habría dado importancia si no fuera porque el aparato se quedó flotando sobre ellas más tiempo del habitual.
—¿Qué pasa? ¿Por qué se queda tanto rato? —susurró Dària, sin apartar la vista de la lente mecánica.
—Shhh… No hables —murmuró Mara, tratando de no moverse demasiado.
Los drones solían desplazarse entre los puestos con movimientos rápidos y mecánicos, escaneando mercancías y rostros en busca de irregularidades, pero este no se movía. Enfocaba y desenfocaba su lente repetidamente, como si estuviera registrando algo en particular.
Mara intentó ignorarlo, pero cuando a media mañana volvió a posarse sobre ellas, el desconcierto se hizo general. Los vendedores cercanos empezaron a lanzar miradas furtivas y algunos hicieron comentarios en voz baja.
Raúl, el alguacil de la zona, se acercó con su habitual aire de superioridad, sonriendo de medio lado.
—¿Qué habéis hecho para estar tan controladas, hermanitas?
Mara mantuvo la compostura, pero le sostuvo la mirada con frialdad.
—Aún no te hemos hecho nada, pero espera un poco… —respondió con sarcasmo.
Las carcajadas de los tenderos cercanos hicieron que el gesto engreído del alguacil se desvaneciera de inmediato. Se puso serio, tensó la mandíbula e inclinó ligeramente la cabeza hacia Mara.
—Ten cuidado —advirtió con un tono más seco antes de girarse y alejarse entre los puestos.
Mara lo siguió con la mirada. El dron seguía allí. Y eso no le gustaba nada.
A mediodía recogieron y se marcharon a casa a comer y prepararse para la cita en el centro robotizado. Por suerte, Dària parecía más calmada.
Josep quiso acompañarlas esta vez y ellas aceptaron de buen grado.
A las cuatro de la tarde, llegó el movipod a recogerlos. Josep subió detrás con Dària y no le soltó la mano en todo el trayecto.