Lo que queda atrás

Me da miedo

“Me da miedo”

Dària, 2 marzo de 2120

La llegada a casa fue igual de silenciosa y llena de dolor.

Dària se fue directa a su cama y se hizo un ovillo con la ropa todavía puesta. Su rostro estaba pálido y tenía los ojos vidriosos por haber contenido las lágrimas demasiado rato.

Josep y Mara la observaron desde la puerta, impotentes. No sabían cómo consolarla, cómo hacer que no sufriera. Ellos mismos también estaban rotos.

Josep le dio unas palmaditas a Mara en la espalda, animándola a acompañar a su hermana. Ella caminó despacio y se sentó en la cama. Le acarició el brazo y sintió cómo Dària temblaba entre sollozos.

Se acostó a su lado y la abrazó con fuerza por detrás. Lloraron juntas. Compartieron su dolor en un silencio roto solo por su propia respiración entrecortada.

Los pasos cortos de Josep resonaban en el pasillo. Se acercaba a la puerta, pero al final se alejaba de nuevo. Tampoco sabía cómo ayudarlas. Hubiera dado su vida si con eso desaparecían todos los problemas.

Cuando se calmaron, Dària se dio la vuelta y se quedó cara a cara con su hermana. Mara la acarició, todavía afectada.

—Bueno, pues esto se acabó, ¿no? —dijo Dària con un intento de sonrisa.

—Para nada. Vamos a ir a Viridia y te van a intervenir.

Dària rió sin ganas.

—Vamos, Mara… Las dos sabemos que eso es imposible.

—No. Lo vamos a conseguir, aunque tenga que dejarme la piel trabajando o traficando con lo que sea.

Dària no contestó. Se quedó boca arriba, con la mirada perdida en algún punto del techo.

Josep llamó suavemente a la puerta, que estaba entreabierta.

—¿Puedo pasar, xiquetes?

Avanzó con pasos lentos y se sentó en el borde de la cama.

—Yo no puedo pagaros los pasajes. Pero sí puedo daros todo lo que tengo y lo que seguirán enviándome mis hijos para ayudaros a pagarlos.

—No, Josep. Ese dinero lo necesitas para vivir. ¿Qué vas a comer si te quedas sin nada? —contestó Dària.

—Bueno, ya veré cómo me las apaño…

—Déjalo, Josep —lo interrumpió Mara—. Iremos a Viridia, sea como sea, pero no a costa de tu vida.

En ese momento, Mara sintió una punzada aún más fuerte en el pecho. Dejar a Josep solo. Sin nadie que lo cuidara. Sin nadie que lo encontrara si volvía a caer. Otra vez abandonado por sus seres queridos.

Se incorporó y lo abrazó con fuerza.

—Ey, ey, no te preocupes por mí, Mara. Todo irá bien. Concentraros en conseguir subir a esa nave antes de que sea tarde.

—Pero tú… —Mara seguía ofuscada.

—Yo ya veré… Ahora solo importa la salud de tu hermana.

Los dos la miraron. Dària volvió a llorar.

Un sonido estridente rompió el silencio. El dispositivo de Mara parpadeaba. Se tensó al instante, anticipando las implicaciones. Cuando miró la pantalla, un mensaje apareció ante sus ojos:

“Mara Brell, mañana a las 11 h debe presentarse en su Centro de Vigilancia ‘La Atalaya’.”

—¿Y ahora qué he hecho yo? —murmuró.

—¿Qué es eso? —preguntó Dària.

Mara sopesó si esconderle todo el episodio con La Atalaya o contárselo. Optó por la verdad. No le gustaría nada, pero al menos apartaría su mente del problema principal.

—Es una citación de La Atalaya…

—¿Por lo del centro robotizado? —Dària se tensó.

—Es una larga historia…

—Pues habla —zanjó su hermana.

Mara repitió todo lo sucedido, igual que había hecho con Josep horas antes.

—¿Te quitó las acusaciones? ¿Y la multa? —Dària no daba crédito.

Josep, sentado en la cama, negaba con la cabeza de vez en cuando, incrédulo.

—Y, probablemente, consiguió lo del escáner, Dària —dijo Mara.

—¡Eso es lo que estaba diciendo el técnico! —cayó en la cuenta su hermana— ¡Qué fuerte! Pero ¿qué quiere de ti, Mara?

Mara no supo qué responder.

—No lo sabemos —contestó Josep por ella— Pero algo quiere, seguro. Y espero que no sea nada que te perjudique, Mara.

—No lo sé, yo tampoco entiendo nada.

Dària bajó la mirada y tragó saliva.

—Me da miedo, Mara —susurró—. ¿Y la citación de ahora? ¿Qué es?

—Puf… no lo sé. Espero que no sea un arrepentimiento y me vuelvan a acusar…

El resto de la tarde pasó entre preguntas sin respuesta y momentos dolorosos de aceptación. Dària no quiso cenar y se acostó pronto. Mara la acompañó para arroparla, como si fuera de nuevo una niña pequeña.

—Dària, nos vamos a ir y te van a operar. Voy a hacer lo imposible para conseguirlo.

—Mara… aunque consiguieras los créditos, no llego. ¿Por qué no lo aceptas? —susurró Dària, derrotada.

—¿Aceptar? ¿Desde cuándo he aceptado yo algo a la primera?

Dària soltó una risa débil. Sí, su hermana era testaruda. Podía ver el fuego en sus ojos, esa determinación ciega que la hacía lanzarse contra todo, aunque la lógica dijera que no había esperanza. Si alguien podía conseguir algo imposible, era ella.

Pero no llegaban. No tenían tiempo.

Más tarde, Mara cenó con Josep. Conversaron sobre su futuro si ellas se marchaban, pero él no paraba de quitarle importancia.

—Voy a solucionar esto, Josep. No pienso irme sin saber que estarás bien. —Yo siempre estoy bien, xiqueta.

Al terminar de cenar, recogieron la mesa y se fueron pronto a la cama. La casa se sumió en un silencio espeso que reflejaba lo inevitable.

Con la primera luz del día, Mara ya estaba lista para salir a recolectar. Esta vez iría a Los Solares. No eran demasiado productivos, pero estaban cerca, y así podría llegar a tiempo a la citación en La Atalaya.

Pasó la mañana recogiendo raíces y ramilletes, pero, al ver lo poco que había conseguido a las diez y media, se detuvo frustrada. Aquello no se parecía en nada a un día normal de recolecta.

A las once en punto, llegó al escáner de entrada de La Atalaya. Al cruzarlo, la penumbra del vestíbulo le devolvió el recuerdo reciente de su última visita. Notó cómo algo le apretaba el pecho. Se dirigió a la sala organizativa y esperó a que le asignaran una terminal, pero una voz metálica interrumpió sus pensamientos:




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