“ENTRAR SIGNIFICA ACEPTAR LAS CONSECUENCIAS”
Cartel en el márgen, 5 de marzo de 2120
—Es que… a ver… —Guillem no estaba muy convencido de contarle—. ¿Conoces la planta Omega?
—Creo que sí… No sé dónde está, pero sé lo que me dices.
—Bueno, pues… a ver… allí se reúnen dos o tres noches a la semana…
—¿Sí…? —Mara le instaba a seguir.
—Allí se junta gente…
—Guillem, al grano.
—Para pelear. Hacen peleas clandestinas. Va… va mucha gente y apuestan muchos créditos.
Mara sabía que los créditos fáciles tenían un costo muy alto, pero igualmente la sorprendió.
—No, no… No tienes que ir, ¿eh? Yo solo te lo cuento porque conozco a alguno que ha ganado mucho yendo a pelear.
—¿Quién lo lleva?
—La marquesa…
A Mara le sonaba el nombre y no lo relacionaba con nada bueno.
—¿Dónde está la planta esa?
—Mara… piénsalo bien…
—¿Dónde está, Guillem?
—¿Sabes dónde está la carretera de los Hoyos?
—Sí. —Pues nada más pasar el margen.
El margen… El margen era la puerta a lo desconocido, a lo salvaje, al destierro… Cuando en la Tierra empezó a quedar menos gente de la que había marchado, la Corporación reorganizó todos los territorios por zonas y sectores, dejando fuera de su jurisdicción y protección las áreas más deshabitadas o fuera de los núcleos. Allí no había ley. O, mejor dicho, solo la del más fuerte. Los Márgenes eran un vertedero de lo que la Corporación ya no necesitaba: ruinas, chatarra y personas olvidadas, dejándose morir. No llegaban recursos. No llegaba vigilancia. Entrar significaba aceptar todas las consecuencias. Nadie te ayudaría y nadie castigaría a quien te hiciera daño.
Y allí, en uno de esos páramos olvidados, estaba la planta Omega.
—¿Has ido alguna vez? —Mara necesitaba más información.
—Sí… Mi hermano peleó una vez y le acompañé. Salió vivo de milagro… Lo único que ganó fue un mes de dolores, contusiones y hematomas. Ya no volvimos más.
—¿La marquesa está allí siempre?
—Sí, ella lo mueve todo. La pasta, las parejas… hasta las trampas.
Mara asintió mientras pensaba en el peligro que suponía meterse en esos enredos, pero le tentaban tanto los créditos…
—¿De cuántos créditos estamos hablando? —Mara fue al grano.
—Eh… pues… el tío que ganó a mi hermano se llevó 500 créditos esa noche…
Los ojos de Mara se agrandaron, al igual que su temeridad. Tenía que ir esa misma noche a probar suerte.
—Mara, piénsalo bien.
—Por supuesto. Gracias, Guillem.
Le dio un golpecito en la espalda y volvió a recoger. Guillem se quedó parado, mirándola y arrepintiéndose de haberle dicho nada… Si le pasaba algo, no se lo perdonaría.
Una vez todo recogido, las hermanas emprendieron la vuelta a casa. Mara no paraba de darle vueltas y más vueltas a la idea de probar en las peleas de la planta Omega.
—No sabes lo bien que me encuentro, Mara… —Dària sonreía mientras empujaba el carro—. Es como si me hubieran quitado el tumor de un plumazo. Estoy muy agradecida por todo lo que haces por mí.
Mara seguía caminando con la mirada perdida y no contestó.
—¿Mara? —Dària paró el carro en mitad de la calle.
—¿Eh? —reaccionó Mara.
—Mara, ¿qué te pasa? ¿Te encuentras bien?
—Eh, sí, sí. Es que estoy un poco cansada.
No hablaron mucho más en el camino de vuelta. Mara seguía en otro lugar, cada pocos pasos las palabras de Guillem volvían a su cabeza: “Allí se junta gente… para pelear”. Intentaba alejar ese pensamiento recurrente en su cabeza, pero no podía. Los créditos. Quinientos.
El sol de mediodía caía con desgana sobre el asfalto olvidado cuando llegaron a casa de Josep. El anciano estaba en la mesa, removiendo los restos de su comida.
—Hola, xiquetes, ¿cómo ha ido?
Dària le resumió un poco la mañana con el entusiasmo que le provocaba encontrarse tan bien, pero Mara no reaccionó. Apenas había saludado al entrar. No quería hablar demasiado delante de Josep, porque sabía que él percibiría cualquier cosa fuera de lo normal. Siempre estaba cerca de lo que pensaba, con solo mirarla.
Después de comer, el anciano se amodorró en su butaca y ellas recogieron la mesa. Dària canturreaba, pero Mara actuaba como un autómata, repitiendo los movimientos sin prestarles atención. Su cabeza estaba en la Planta Omega, en los quinientos créditos.
La tarde transcurrió con la rutina de siempre: Mara y Dària trabajaban con las hierbas secas, desgranándolas o haciendo ramilletes. Josep jugaba su habitual partida de ajedrez con el Nexum en su viejo tablero holográfico. La proyección flotaba sobre la mesa con una luz blanquecina, parpadeando cada vez que movían una pieza. Algunas vibraban con un ligero retardo, lo que demostraba que el sistema no procesaba como correspondía.
—Jugada arriesgada, señor Forniller —le dijo el asistente robótico.
Josep sonrió por lo bajo y siguió concentrado.
—Si me fiara de ti, ya habría perdido la partida.
Ahora fue el Nexum el que dejó escapar una risa metálica.
La noche cayó, y las luces intermitentes de los drones patrullaban las calles. Dària y Josep dormían profundamente. Mara había estado pendiente de la respiración de su hermana y cuando la creyó lo suficientemente dormida, se movió con cuidado, deslizándose fuera de la cama sin hacer ruido. Se puso la chaqueta y guardó una navaja en el bolsillo.
Cruzó la puerta sin mirar atrás. Se sentía culpable por ocultar la verdad a Dària y a Josep, pero no podía decírselo. No podía decirles que iba a meterse en la boca del lobo.
El aire frío le cortaba la piel de la cara, más aún cuando los edificios dejaron paso a estructuras oxidadas y solares llenos de vegetación. Cuanto más se alejaba del núcleo del sector 4, más frío sentía en la piel y en el corazón.
La carretera de los Hoyos estaba desierta. Solo algún dron perdido flotaba, emitiendo un zumbido bajo y lejano. Mara aceleró por el terreno sucio, áspero y cada vez más ajeno a la Corporación. A una distancia prudente del margen, frenó suavemente. No quería entrar en tierra de nadie con su patinete, así que se apartó de la carretera y en los restos de algún almacén antiguo, lo escondió entre hierros retorcidos y maleza.