“No está mal, loba flaca”
La Marquesa, 6 de marzo de 2120
—¡Ya! —gritó el grandote.
La niña empezó a acercarse con los puños frente a la cara. Daba saltitos y la miraba con rabia. La gente las azuzaba. Mara notó el calor subiéndole por las extremidades, como si la adrenalina le prendiera fuego por dentro.
Cuando estuvieron lo bastante cerca, la Polluela lanzó un derechazo que Mara esquivó por milímetros. Respondió con un golpe al estómago, más por instinto que por técnica. La niña reculó, pero no cayó. Se limpió la boca con el dorso de la mano y la miró con más rabia, si cabía.
Los gritos del público las envolvían como paredes. El Rexa seguía empujando, desbordándola, y las piernas le ardían.
La Polluela volvió a cargar. Lanzaba golpes sin técnica, pero con toda la furia del mundo. Mara desvió uno, esquivó otro, pero el tercero impactó en su mandíbula y la hizo girar sobre sí misma.
El sabor metálico en la boca le despertó un miedo profundo.
No puedo perder. No puedo.
Se giró de nuevo y le soltó un puñetazo seco en el costado. La cría retrocedió, pero volvió a la carga con una resistencia casi inhumana.
Se sucedieron más golpes. Torpes, desordenados, pero feroces. Mara ya no pensaba, solo reaccionaba. El Rexa comenzaba a desvanecerse, y su cuerpo protestaba con cada movimiento. Todo se confundía en ruido, sudor y presión.
Entonces la vio. La niña temblaba. La camiseta le colgaba de los hombros como un trapo y sus ojos seguían ardiendo, pero el cuerpo parecía a punto de rendirse. A esas alturas, estaba claro que Mara no era la única con sustancias en el cuerpo.
Es solo una cría, pensó. Una niña drogada, con hambre y miedo.
Y aflojó. Solo un instante. Lo justo para que su rival le clavara un puñetazo en la sien. Después, otro en el estómago.
Mara dio varios pasos hacia atrás. Le faltaba el aire. El suelo se movía bajo sus pies.
La cría o nosotras, se dijo.
Apretó los puños.
Gritó desde las vísceras mientras se lanzaba sin pensar. No supo si fue un puñetazo, un empujón o un codazo. Solo sintió el impacto seco de su brazo en la cara de la niña.
El crujido fue nítido. El cuerpo cayó de lado, como un muñeco de trapo.
Un segundo de silencio.
Y luego, los gritos. Lejanos, apagados, como si vinieran de otra sala. Mara se quedó mirando a la niña inmóvil en el suelo. Todo lo demás se emborronó. ¿Qué he hecho?
Y entonces, una mano áspera y maciza cogió la suya y la elevó al aire. Y, de repente, escuchó los vítores claros y salvajes.
El de la cicatriz la soltó y le dio una bolita de metal, marcada con una Flor de Lis.
—Dale esto a la Marquesa y te dará tus créditos.
No quería mirar a nadie. Solo a la cría. Inmóvil. Demasiado pequeña para haber aguantado tanto. Ella tampoco podía moverse, se había quedado estacada. Fue Nela la que la sacó del trance, tirando de su brazo para sacarla del círculo.
—¿Qué, Mara? ¿Ha sido agradable? —parecía enfadada.
Mara volvió su cabeza y vio cómo el de la cicatriz sacaba a la niña en brazos, hacia la salida.
—¿A dónde la lleva? —le preguntó a Nela, con un hilo de voz.
—Pues a la calle. Una vez caes, estorbas.
Nela siguió tirando de ella, arrastrando su shock y su desconcierto. La subió de nuevo a la guarida de la Marquesa.
Una vez allí, Mara se acercó abatida al trono y le mostró la bolita a la Marquesa.
—No está mal, loba flaca. Pensé que te romperías al primer golpe. Pero al final has sacado los dientes y el hambre —sonrió de lado, como si acabara de descubrir un nuevo juguete—. Lástima de Polluela, da buen espectáculo…
A Mara le golpeó la frase. Acordarse de esa niña la hizo sentir peor todavía.
—Dale la bola al Hierros, él te pagará.
Mara asintió levemente.
—Espero verte pronto, loba flaca —se despidió la Marquesa.
Mara recibió los créditos en el chip de su muñeca y bajaron a la nave de nuevo. Por las escaleras, las piernas le fallaron y estuvo a punto de caer. Nela la sostuvo y reparó en que estaba temblando. El cuerpo respondía al bajón de adrenalina.
—Vamos a tomar un poco el aire —le dijo Nela, sosteniéndola de nuevo por el brazo.
Una vez en el exterior, los gritos, la música y los golpes, bajaron de intensidad. Esto, con el ambiente frío de la noche exterior, hizo que Mara empezara a encontrarse mejor.
Se sentaron a los pies de un árbol. Mara apoyó la cabeza en el tronco y exhaló, expulsando con ello toda la tensión acumulada. Pensó en los seiscientos créditos que tenía en su poder y sintió una embriaguez extraña. Los había conseguido muy rápido, pero las consecuencias de lo que había vivido, se marcharían de forma lenta.
—Estás como un cencerro, niña —le dijo Nela sonriendo.
Bajo el resplandor de la luna llena, Nela brillaba con una luz que jamás le había visto. Sus ojos la miraban con viveza y su piel parecía irreal de tan suave, cálida y cercana. Mara sintió algo en el estómago, como una pequeña descarga, que no venía del Rexa ni del bajón, sino de otra parte…
—No he venido por gusto —dijo Mara, apenas en un susurro.
Nela no contestó enseguida. Se limitó a mirarla, con esos ojos cargados de vida, y ternura que la hacía tan humana.
—¿Entonces, por qué? —preguntó por fin.
Mara dudó. Luego se irguió un poco y le apartó la mirada.
—Por Dària. Está enferma, Nela. Tiene un tumor en el cerebro y la tengo que llevar a Viridia cuanto antes porque si no… —No terminó la frase. No podía.
Nela asintió despacio.
—Ahora entiendo por qué tenías esa expresión —dijo—. No peleabas contra esa niña. Estabas peleando contra todo.
El silencio volvió a envolverlas. La brisa agitaba las hojas del árbol con suavidad. Nela se inclinó un poco hacia ella. No mucho, solo lo justo para que Mara notara su calor.
—Entonces, vas a volver, ¿no? —preguntó con voz baja.