“Brell, eres muy osada”
El Vigilante, 8 de marzo de 2120
Antes de cenar, Mara salió un momento a la calle. Nadie le prestó atención. Josep estaba entretenido con el Nexum y Dària se peleaba con un recipiente de comida de la Corporación que no lograba abrir.
Mara llevaba entre las manos una caja vieja. La dejó con cuidado tras unas bolsas acumuladas junto al contenedor más próximo. Dentro, había varios envases vacíos, frascos de vidrio y algún bote metálico. Era la primera coartada que le había venido a la cabeza.
Cuando volvió a entrar, no tardaron en sentarse a cenar. Comieron y charlaron. Parecía que cierta calma había vuelto a la casa, aunque Mara no dejaba de pensar en sus siguientes pasos y en lo lento que pasaba el tiempo.
En cuanto terminó, recogió parte de la mesa y se dirigió al recibidor.
—He quedado con Guillem, que nos ha recogido algunos envases —anunció, sin mirar a nadie.
Josep asintió, distraído. Dària, en cambio, la siguió con la mirada hasta la puerta. No preguntó nada, pero su gesto dejaba claro que algo no le cuadraba.
Cogió su patinete y se adentró por las calles vacías de personas y llenas de basura. Algún dron le dio las buenas noches al pasar, sin sospechar que esa ciudadana estaba a punto de realizar algo completamente ilegal.
Al llegar a la plaza en donde se erigía la Atalaya, disimuló dando alguna vuelta, esperando a que los drones que flotaban por allí cambiaran de rumbo. En cuanto vio el camino despejado, se acercó a la calle que quedaba en un lateral del edificio.
No había ningún dron en ese momento. Su cuerpo se tensó, preparado para actuar. Se acercó a la pared gris del edificio abandonado que el Vigilante podía ver desde su despacho y sacó del bolsillo interior de su chaqueta un bote de pigmento rojo y una brocha.
No había tiempo para pensarlo mucho. Abrió el bote, impregnó la brocha y se plantó frente al muro. El olor a hierbas fermentadas del pigmento se coló con fuerza por su nariz.
Le temblaba el pulso, pero los trazos salieron claros, legibles y directos. Su única intención era dejar una huella clara, un mensaje que él no pudiera ignorar.
Siguió escribiendo hasta completar la frase, sabiendo que cada segundo aumentaba el riesgo.
Cuando terminó, retrocedió unos pasos para ver el resultado. Las letras goteaban, el rojo sobre el gris parecía una herida abierta.
“¿Dónde se pide cita con el Rey del Estercolero?”
Guardó el bote y la brocha con rapidez y se alejó rápidamente, escabulléndose por una calle menos iluminada. El corazón se le iba a salir por la boca. Esperaba que de un momento a otro le siguiera algún dron y le diera el alto. Hasta que llegó a casa no se sintió a salvo.
Entró con la caja de envases en las manos. Dària estaba en el salón, adormecida en el sofá, tapada con una manta. Cuando escuchó a su hermana entrar, entreabrió los ojos y le sonrió, para volver a caer rendida.
Mara dejó la caja a un lado y se quedó unos segundos observando a su hermana. Una oleada de amor puro le invadió el cuerpo. Se reafirmó en que haría lo que fuera necesario para darle la mejor vida.
Se acercó despacio, la besó en la frente y se marchó a su habitación, pensando en qué respuesta tendría mañana.
La voz cantarina del Nexum la despertó.
—Mara y Dària, ¡es día de recolecta!
Las dos se removieron en sus camas, como intentando encontrar un ratito más de sueño.
Al segundo aviso se levantaron y a Mara le vino de golpe el recuerdo de lo que había hecho la noche anterior. Se despejó más rápido de lo esperado: se vistió deprisa y preparó las cestas a toda prisa.
A la hora del desayuno, mientras organizaba con Dària la mañana, sonó la temida alarma de su dispositivo.
Dària y Josep pararon de comer y la miraron, esperando una explicación.
Mara intentó silenciarlo lo antes posible con movimientos torpes. Cuando cesó el ruido estridente, miró el mensaje:
“Mara Brell, esta tarde a las 17h debe presentarse en su Centro de Vigilancia ‘La Atalaya”.
Bien, pensó. No sabía las consecuencias que acarrearía su acto, pero estaba segura de que el mensaje había llegado a donde debía.
Cuando levantó la mirada, vio a Josep y a Dària pendientes.
—Uf, otra citación en La Atalaya —disimuló sorpresa.
—¿Otra vez? ¿Qué ha pasado ahora? —dijo Dària, nerviosa.
—No sé… Cuando lo sepa, os lo contaré.
—Mara, ¿has hecho algo por lo que puedan castigarte? —Josep mostró su preocupación.
Mara suspiró cerrando los ojos y dejó el cubierto en la mesa.
—No lo sé, Josep. Pero aun cuando no hacemos nada para dar motivos, nos castigan igual.
Josep bajó la vista sin saber qué decir.
Después de desayunar, dejaron preparada parte de la comida. Alguna verdura pocha del mercado y sobres de la Corporación, que sabían todos a lo mismo.
Cuando las hermanas marcharon, el sol ya daba con fuerza. Cruzaron por casas de las afueras, semiderruidas, y tomaron el camino que rodeaba los antiguos campos de cultivo. Allí crecían ahora malas hierbas, pero siempre encontraban alguna acelga salvaje que les servía para hacer algún caldo.
Tardaron una hora en llegar al barranco. Y pasaron otra más buscando entre la maleza, guardando tallos y flores en bolsas de tela. No habían hablado mucho hasta entonces. Mara seguía en su mundo de posibilidades desastrosas y Dària aguardaba a que Mara se abriese de alguna manera.
—¿Vas a decirme qué te pasa? —le preguntó mientras sacudía el barro de una raíz.
Mara la miró y, sin contestar, arrancó una mata de diente de león con más fuerza de la necesaria.
—Te crees que mientes bien, pero yo te conozco más que nadie —insistió su hermana—. Viniste hecha unos zorros supuestamente de una caída con el patinete, te vas por las noches, cada vez con una excusa peor…
Mara dejó la bolsita en la cesta y alzó la vista. El viento le ponía mechones de su cabello sobre los ojos, pero aun así se veían tensos mirando a Dària.