“¿Tienes miedo de olvidarte?”
Nela, 8 de marzo de 2120
“Nos vamos.”
El pensamiento recorrió como una chispa todo el cuerpo de Mara, haciéndola casi brincar mientras salía de la Atalaya. Pero una vez en el patinete, la dicha volvió a teñirse de negro al pensar cómo acababa de vender su vida. Se sintió tan desubicada e incapaz de controlar sentimientos tan opuestos, que tuvo que parar en mitad de la calle porque no sabía a dónde se dirigía.
Se sentó en la acera y sacó su dispositivo para guardar una frase más en su carpeta de bucles. Mientras escribía, sintió la necesidad de un abrazo afectuoso. Una caricia y una promesa de que todo iría bien. Pero nadie podía darle eso. Al menos nadie que estuviera vivo.
Retomó la marcha, sin un destino concreto. Las calles la recibían con los tonos apagados, la luz del día empezaba a menguar. No quería ir a casa, todavía estaba muy removida y no había decidido qué mentiras iba a contar.
Sin darse cuenta, acabó llegando a la plaza del economato y la recibió el ambiente vecinal que tanto había disfrutado cuando no tenía que preocuparse por nada ni nadie. La gente se sentaba en sillas de todas las formas y colores al calor de una pequeña hoguera para remendar ropas, cortarse el pelo o compartir una comida caliente.
El aroma de legumbres y pan viejo se mezclaba con notas dulces de alguna infusión. En un rincón, varios chicos sacaban ritmos de tambores y tapas de ollas. Una chica cantaba. No especialmente bien, pero con una entrega que nadie podía discutir.
—Parece que alguien se ha perdido —dijo una voz desde uno de los bancos.
Miró hacia quien le hablaba. Nela le sonreía, sentada con dos amigas, con un vaso entre las manos y observándola sin prisa.
—¿Alguien te ha obligado a venir bajo amenaza? —siguió bromeando.
Mara sonrió y agachó la cabeza.
—No. No me ha obligado nadie.
Se acercó, saludó a las chicas y se sentó junto a Nela, que le ofreció su vaso.
—Está frío y sabe raro, pero no mata.
Dio un sorbo. Era agrio, con un punto de cítrico que le rasgó la garganta. Bien. Necesitaba sentir algo.
—Tienes cara de que te han dado una buena noticia... o de que ya no sabes si lo es.
Mara miró la hoguera y no respondió.
A su alrededor, el bullicio seguía. Voces, risas. Pensaba que aquello la haría estar peor, pero algo muy profundo le pedía que se quedara cerca de Nela. Esta pareció escuchar sus pensamientos:
—Sé que no sueles quedarte en estas cosas —dijo Nela, mirando al frente—. Pero si hoy lo haces, me alegrará.
Mara se quedó en silencio, notando cómo algo se soltaba dentro.
Estuvo un rato con ellas, mientras conversaban sobre remedios caseros y supersticiones de barrio. Nela se reía sin juzgar, aportando su propia teoría: que todo sanaba mejor si alguien te tocaba mientras te lo aplicaba.
Mara no aportó nada. Solo escuchaba. Se dejó arrullar por aquellas voces, pero sin soltarse del todo.
En un momento dado, se quedó mirando a la gente. No era una imagen trascendental, pero sí familiar. De tribu. De algo que no iba a durar.
La infusión, ya fría, se volvía cada vez más amarga. Se le quedaba repiqueteando al final de la lengua. La vista se le empezó a desenfocar. Como si observara a través de una membrana invisible que la separaba del mundo.
Todas aquellas personas —vecinos, amigos, conocidos— estaban allí, compartiendo sin pedir nada. Sin esconderse. Sin dobleces. Se le hizo insoportable la visión. La tristeza la inundó y cerró los ojos. No era solo que se iba. Era que, al irse, iba a dejar de ser quien era.
En Viridia no iba a poder ser Mara. No aquella Mara.
Sintió náuseas y una fuerte punzada en las sienes. Era miedo. No a morir. Sino a desaparecer sin dejar rastro.
—Nela… —dijo de repente, interrumpiendo la conversación sin querer.
Las tres la miraron.
—¿Me harías un tatuaje?
Nela parpadeó.
—¿Ahora? —preguntó, extrañada.
—Sí. Quiero hacerme uno ahora, si puede ser.
—¿Estás bien? —le preguntó una de las chicas.
—Sí. Es solo que... necesito recordarme algo.
Nela le sostuvo la mirada un instante más largo de lo normal. Tenía el don de entender a Mara más que nadie. Luego asintió, muy despacio.
—Vale, vamos.
Se levantó y Mara la siguió.
El trayecto hasta su casa fue corto y en silencio. Cruzaron dos calles casi desiertas y una pasarela improvisada con tablones metálicos.
Al llegar al bajo, Nela empujó una puerta pesada que chirrió rompiendo el silencio de la calle. Cuando entraron se encendió una pequeña lámpara de luz anaranjada que dejó ver el interior. Mara recordó alguna vez que había estado allí, hacía ya un tiempo. Demasiado.
No era una estancia muy grande y estaba todo ordenado de forma acogedora. En el centro había una silla especial para los clientes, que se podía poner en diferentes posiciones. En un rincón, una pila de libros antiguos hacía de pedestal para una planta que resistía como podía.
—Bueno, pues cuéntame… —dijo Nela, invitándola a sentarse.
—No sé… He sentido la necesidad de marcarme. De escribirme algo que me haga recordar siempre quién soy.
Nela se había sentado en un taburete cerca de Mara. Le sostuvo la mirada. Esa mirada verde que la ponía tan nerviosa.
—¿Tienes miedo de olvidarte?
—Me aterra hacerlo.
—De acuerdo… Algo que te recuerde siempre quién eres…
Encendió otra luz pequeña pero potente sobre ellas dos.
—¿Dónde lo quieres? —preguntó Nela.
—En el corazón.
Mara vio cómo Nela cerraba los ojos y respiraba hondo. Estaba diseñando, creando.
Pudo observarla con calma durante un minuto. La coleta se le había aflojado y un mechón caía justo por encima de la ceja. Tenía el entrecejo ligeramente fruncido, los labios apretados en una mueca de concentración. Y, aun así, parecía cómoda, casi hermosa sin proponérselo. Había algo en su gesto —preciso, seguro, tranquilo— que a Mara le provocaba un calor inesperado. No quería pensarlo mucho, pero su cuerpo se resistía.