Lo que queda atrás

¿Sí que llego?

"¿Sí que llego?"

Dària, mayo 2120

Salir de la Atalaya la hizo sentir extraña. Después de tanto tiempo encerrada en una realidad ajena a la suya, vio las calles del sector cuatro descoloridas, sucias y empobrecidas. La gente la miraba con más atención, como si volviera con un aura distinta, pese a la ropa sencilla que Tania le había preparado. Se preguntó si aquellas semanas allí le habían conferido un porte distinto, una mirada diferente.

Caminó unos treinta minutos hasta los Márgenes para recuperar el patinete, que por suerte seguía en el mismo sitio.

De regreso, con el sol primaveral calentándola más de la cuenta, le dio vueltas una y otra vez a la explicación que iba a ofrecer a su hermana y a Josep. Era difícil justificar la detención, el compromiso de volver casi a diario a la Atalaya y, además, los pasajes y las plazas para ese mismo año. Por momentos flaqueó, deseando contarlo todo, pero recordó la insistencia del Vigilante en ocultar su trato y siguió creando otra mentira. La gran mentira.
Era jueves y lo más seguro era que Dària estuviera en el mercado. Sola. Cerca de dos meses sola, recolectando, preparando y vendiendo.
Un sabor amargo le subió a la garganta al imaginarla.

Al llegar a la plaza, el bullicio la abrumó. Intentó pasar desapercibida y no mirar hacia los lugares donde sabía que había vecinos, conocidos y amigos.

Cuando localizó la caseta de Dària, la observó un instante antes de acercarse. Un calor le recorrió el pecho y le empañó los ojos. Era su vida, su todo. Y allí estaba, sonriente, atendiendo a una mujer. Sin rastro de cansancio, sin rastro de tumor.

Mara se colocó tras la clienta y, cuando esta se marchó, Dària fijó la mirada en su hermana. El tarro de ungüento le cayó a la mesa.

—Mara…
Salió torpemente del puesto y la abrazó con fuerza. Cuando se separó, le sujetó la cara con las manos y la miró fijamente, como buscando alguna grieta de sufrimiento o de dolor.
—¿Qué ha pasado, Mara?

—Ahora no, Dària —susurró Mara, pegando sus frentes—. Cuando lleguemos a casa.
Dària respiró hondo, conteniendo las preguntas que le quemaban por dentro.

—Vale, pues vámonos —dijo, volviéndose hacia la mesa.

Mara miró el puesto, aún con bastante género.

—¿No quieres vender más?

—Me da igual la venta —ya estaba guardando todo en las cajas—. Vámonos a casa.

Mara la ayudó a recoger. Había una urgencia en su hermana que le hizo pensar en si la Gran Mentira iba a ser suficiente. Dària no dejaba de mirarla, con miedo a que volviese a desaparecer.
—Voy un segundo a ver a Nela —dijo Mara—. Vuelvo enseguida.
Su amiga la vio llegar y sonrió. Cuando la tuvo enfrente, la atrajo hacia sí y le dio un sentido abrazo.

—Mara Brell… ¿En serio eres tú?

—En serio.

Mara cerró los ojos y se dejó envolver por el calor y el cariño.

—Me contaron lo de la paliza —le dijo Nela, agarrándola por los antebrazos—. Y luego Dària me dijo que estabas detenida. No sabía a quién creer… ¿Fue la Marquesa?

—No fue ella directamente, pero… Sí, creo que lo ordenó. Tendré que preguntarle.

—¿No estarás pensando en voler? —susurró Nela, apretando la mandíbula—. ¿Y cómo acabaste detenida?

—En otro momento…

Nela le sostuvo la mirada. Parecía desafiarla. Mentirle no iba a ser fácil.

—Vale —cedió al fin. Le acarició la mejilla—. Escríbeme y no desaparezcas así otra vez.

—No. No lo haré.

Se abrazaron una vez más y Mara regresó al puesto. Dària ya tenía casi todo recogido y metido en el carro. Salieron de la plaza pegadas, hombro con hombro, sorteando el bullicio. Parecía que no quisieran separarse nunca más.

Mara puso su mano encima de la de Dària para empujar el carro juntas. Las ruedas golpeaban los adoquines, haciendo saltar el patinete y los productos. Cuando pisaron el asfalto liso y quedó atrás la algarabía, llegó una calma que Mara agradeció. Su hermana la miraba de vez en cuando con los ojos húmedos y ella le sonreía, viendo cómo el dolor empezaba a curarse.
Al llegar a la calle de Josep, vieron al anciano en la puerta del bajo, sentado en una silla y con la mirada puesta en ninguna parte. El Nexum, a su lado, le recitaba algo que parecía no interesarle.
Cuando las vio, trató de levantarse, y el cuerpo no le obedeció. Lo intentó tres, cuatro veces, pero las posaderas volvían a la silla.

Mara corrió el último tramo y le ayudó a incorporarse.

—Mara… —le tembló la voz—. Mara.
El hombre abrió los brazos cuanto pudo para abrazar a su querida xiqueta, apretó los párpados como un niño y lloró sin vergüenza, un sollozo hondo que lo sacudió un par de veces.
Mara no pudo evitar emocionarse y le acarició la espalda.

—¿Qué te han hecho, xiqueta? ¿Qué te han hecho?

—Nada, Josep. Está todo bien. Está todo bien.

Dària soltó el carro y se apretujó con ellos unos segundos antes de entrar todos a casa.
Ya en el recibidor, Josep se plantó, con los ojos brillantes.

—¿Qué te han…?

Mara no le dejó continuar. Le apretó las manos y le besó la sien.
—Dadme solo cinco minutos. Necesito ducharme.

—Te esperaremos en la mesa —dijo Dària, guiándolo suavemente hacia el comedor.
Mara no estaba sucia, no necesitaba esa ducha para quitarse mugre ni cansancio. La necesitaba para ganar tiempo, para respirar hondo bajo el agua caliente y prepararse para mentir a lo que más quería.

Cuando salió, Dària preparaba unas verduras pasadas con algo de proteína en polvo. Josep ponía los platos y cubiertos lentamente, aún con los ojos enrojecidos.

Mara se sentó y ellos la siguieron. El silencio expectante le devolvió los nervios que había soltado en la ducha.

—La noche que me detuvieron me ofusqué. Fui a la Atalaya e hice una pintada en uno de sus muros. Los drones no tardaron en pillarme y… —se miró las manos, inquietas— ya sabéis que llevaba bastante acumulado.




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