“Todos están para mí”
La Marquesa, mayo de 2120
El siguiente entrenamiento en la Atalaya fue diferente. Los anteriores habían sido durante su estancia allí y los sentía como parte de ello. Pero esta vez, después de haber estado en casa, con los suyos, se sintió más ajena.
Llegó puntual a la parte trasera del edificio. Se aseguró de que nadie la viese y, tal como le había explicado Adric, puso su mano sobre el sensor del marco. Un leve pitido de reconocimiento abrió la puerta y Mara se encontró con el precioso jardín que había admirado días atrás desde los ventanales del ala oeste.
La luz anaranjada del atardecer bañaba los senderos de grava clara entre macizos de lavanda y romero. Muros altísimos de hormigón encerraban aquel vergel secreto, protegiéndolo de un exterior decadente que nada tenía que ver con él. A la izquierda, una piscina en la que el agua, iluminada desde el interior, bailaba suavemente mecida por la brisa. Uno de los caminos serpenteaba entre los arbustos hasta una amplia cristalera que daba al interior de la residencia privada de Adric.
Cuando Mara había visto ese oasis desde arriba, no había captado toda su belleza irreal. Ahora, sumergida entre tanta vegetación, podía oler el romero y escuchar las hojas que se movían con el viento.
Un dron de seguridad apareció desde un lateral del edificio, flotando hasta detenerse frente a ella. La luz del escáner la recorrió de arriba abajo.
—Sujeto reconocido, Mara Brell. Acceso autorizado. Por favor, acompáñeme.
El dron giró en el aire y avanzó hacia la casa. Mara lo siguió, bordeando la piscina. La cristalera se deslizó en silencio tras detectar su proximidad y reveló un salón de líneas austeras y elegantes. Un sofá modular de tejido gris oscuro ocupaba el centro, acompañado de dos sillones ergonómicos orientados hacia el jardín. Las paredes tenían líneas de luces cálidas que creaban una atmósfera relajada.
El dron la guió a través del salón hasta una puerta que daba al atrio interior. Al cruzar el umbral, Mara reconoció el espacio de varios pisos de altura que recordaba de su estancia anterior. Desde uno de los ascensores laterales salió Adric.
—Puntual —dijo a modo de saludo—. Bien.
Mara asintió y se miró las manos. Llegar allí en calidad de invitada era nuevo para ella.
Se quedaron unos segundos parados el uno frente al otro sin decir nada.
—¿Cómo ha ido el reencuentro? —intentó sonar casual—. Con tu familia, digo.
La pregunta la pilló desprevenida.
—Eh… Bien. Dària está… Está muy contenta de que haya vuelto. Josep también.
—Me alegro.
Silencio.
Mara abrió la boca, sin saber qué más añadir, pero algo en la incomodidad del momento la empujaba a llenar el vacío. Adric, sin embargo, la cortó antes de que pudiera continuar.
—Venga, no perdamos tiempo.
Giró sobre sus talones y avanzó hacia uno de los pasillos que llevaban a la zona de entrenamiento. Mara lo siguió, sintiéndose aún extraña por la pregunta que le había hecho.
El entrenamiento fue intenso. La inició con ejercicios de combate cuerpo a cuerpo. Bloqueos, desvíos, cómo zafarse de agarres. “Más rápido”, decía cuando Mara reaccionaba una segunda tarde. “Otra vez”, cada vez que fallaba en algún movimiento. Le enseñó golpes precisos, dónde presionar para desestabilizar a alguien más grande y fuerte que ella, cómo usar el peso del contrincante en su contra…
Era la primera vez que la entrenaba así, con contacto físico directo. Hasta ahora habían sido movimientos en el aire, posturas, teoría. Pero esto era diferente. Adric la sujetaba por la muñeca para mostrarle el ángulo exacto del giro, le colocaba las manos en el torso para que sintiera dónde presionar. Cada roce era breve, pero Mara era dolorosamente consciente del calor de su piel a través de la ropa, de la solidez de su cuerpo cuando la empujaba para simular un ataque. De cómo sus manos grandes se demoraban un segundo más de lo necesario antes de soltarla. De cómo su voz, grave y cercana al oído cuando le explicaba un movimiento, le erizaba la piel.
Lo odiaba. Odiaba sentir ese calor cuando él la agarraba de la cintura para corregirle la postura. Odiaba la forma en que su pulso se aceleraba cuando sus miradas se cruzaban. Era el Vigilante. El cabrón de los cabrones y, aun así, no podía ignorar la línea dura de su mandíbula, la barba perfectamente recortada, esos ojos oscuros que la miraban con una intensidad que parecía atravesarla.
Y él lo sabía. Tenía que saberlo. Había algo en la forma en que respiraba, un poco más profundo, un poco más lento, cuando estaban demasiado cerca. En cómo sus dedos se tensaban contra su piel antes de apartarse. En la pausa casi imperceptible antes de dar la siguiente orden, como si también él necesitara un segundo para recomponerse.
Después de una serie agotadora, Mara se apartó, limpiándose el sudor de la frente. Necesitaba espacio, aire.
—¿Por qué tengo que entrenar en esto? Dijiste que solo era observación.
Adric se quedó donde estaba, observándola con esa mirada imposible de descifrar. Luego se encogió de hombros, recuperando su distancia habitual.
—Forma parte del programa. Probablemente no tengas que usar nada de esto. Pero mejor tenerlo y no necesitarlo.
Mara asintió, sin fuerzas para discutir. Tenía los músculos doloridos y la mente saturada de información.
—Hoy voy a la planta.
Adric levantó la vista. Su expresión era neutra pero atenta.
—¿Quieres que… busque algo en concreto? —prosiguió Mara.
—No especialmente. Solo… observa. Mira cómo está el ambiente entre los que llevan el cotarro. Si ves algo que te llame la atención, me lo cuentas mañana.
Mara frunció el ceño.
—¿Por qué tanto interés ahora?
—Ya te lo dije. Le he cortado algunos privilegios a la Marquesa. Antes hacía como que no veía. Ahora he decidido ver y solucionar.
Mara lo miró, procesando.