"Ten cuidado, Mara"
Nela, mayo de 2120
La semana que siguió se convirtió en una rutina agradable. Mara iba a La Atalaya casi todas las tardes. Entrenaban con una intensidad que iba más allá de los golpes y las defensas. Había algo en el contacto prolongado, en las miradas profundas, en los silencios donde no cabía ninguna palabra, que la tenía muy inquieta. Todo aquello le provocaba una tensión que no sabía cómo manejar, consciente de que Adric representaba todo lo que debería rechazar.
Pero su cuerpo parecía tener otra opinión. Cada vez que él se acercaba, cada roce, cada movimiento, despertaban en ella reacciones que la asustaban.
Esa tarde, Adric le enseñó tácticas para liberarse de un agarre. Mara llevaba más de una hora entrenando a un alto nivel y notaba su cuerpo al límite.
—Imagina que te tienen contra la pared —le dijo él—. Muéstrame cómo sales.
Mara apoyó la espalda, él se acercó y la inmovilizó. Le sujetó las muñecas y las subió a su pecho, presionando para dejarla sin margen de movimiento. Su cuerpo la bloqueaba por completo, sin dejarle espacio.
—¿Qué haces ahora? —sus rostros estaban a centímetros de distancia.
Ella intentó el giro de muñeca que habían practicado días atrás, pero no salió. Quizás fue la proximidad, o sentir cada centímetro de él presionando contra ella. Falló.
—Otra vez.
Volvieron a empezar. Esta vez Mara puso más fuerza, pero Adric no cedió. Se quedaron así, inmóviles, sus rostros separados por un hilo de aire. Ella se fijó por primera vez en las pequeñas arrugas en las comisuras de sus ojos, las cejas pobladas, la forma en que su pecho subía y bajaba al respirar.
Esperó sin defenderse, para ver hasta dónde llegaban. Su cuerpo estaba acelerado.
Entonces él reaccionó contrariado y se apartó.
—Otra vez —dijo, pero su voz sonaba diferente, casi insegura.
Continuaron entrenando en un silencio incómodo. Mara ya no fallaba los movimientos. No quería volver al mismo punto.
Cuando terminaron, Adric apenas la miró.
—Mañana, a la misma hora.
Ella asintió y se marchó cargando con una lucha interna que la arrasaba por dentro.
Muchas noches iba a Omega con Nela. Observaba, se mezclaba, empezaba a conocer los roles y las caras. La gente de la Marquesa no le prestaba apenas atención y eso la hacía sentir más cómoda.
La noche de un jueves, la planta la recibió con el caos habitual. La gente se agrupaba en círculos informales, charlando, negociando, bailando o esperando las peleas.
Algunos la saludaban al pasar. Otros le ofrecían un trago. Pero ella estaba atenta a los habituales de la Marquesa.
Entre ellos estaba Roco, su principal esbirro. Un tipo callado pero imponente, con un cuerpo colosal con el que Mara lo imaginaba derribando un muro con tan solo un brazo. Roco solía vigilar desde cualquier rincón. No solía estar en la guarida, pero era fácil encontrarlo en alguna esquina, con los brazos cruzados, evaluando y controlando.
Luego estaba el que Mara había apodado en secreto como el Bocas, aunque se llamaba Ximo. Era todo lo contrario a Roco, ruidoso, fanfarrón, siempre presumiendo de algo. No era tan corpulento como Roco, pero tenía una fuerza ágil y nervuda. El pelo rubio le caía en mechones descuidados sobre una cara de rasgos marcados que muchos y muchas encontraban irresistible. Y él lo sabía. Jugaba con una sonrisa torcida y con un gesto de chico malo que había perfeccionado. Pero no era estúpido, sabía moverse, encandilar a la gente con un carisma fácil que hacía que confiaras en él, aunque no debieras. Mara había visto cómo las chicas lo miraban, cómo se acercaban buscando su atención. Pero también había notado algo más oscuro: cómo su sonrisa se tensaba cuando alguien no respondía a sus encantos, cómo sus ojos seguían con un brillo peligroso a quien osaba ignorarlo. No parecía un hombre acostumbrado al rechazo, más bien se le veía llevarlo mal.
El del brazo biónico se llamaba Iago. Corpulento y alto, su presencia imponía tanto como la tecnología que llevaba adherida al cuerpo. Aquel brazo negro mate con destellos azules en las articulaciones era su marca, su poder y su misterio. Nadie sabía cómo lo había conseguido ni cuántos créditos o favores había dado por él. A diferencia del Bocas, Iago era parco en palabras. Cuando hablaba, disparaba, seco, cortante. La Marquesa lo usaba como guardián, como filtro entre ella y el mundo exterior.
Serna era el de las cicatrices. Calvo y con la cara marcada por surcos por las miles de peleas que llevaba a sus espaldas, era el más veterano del grupo. A Mara le parecía el más desconfiado también. Su pose, sus gestos, hacían verlo como alguien que maquinaba y calculaba. Era el único que la había seguido con ojos entrecerrados en sus primeros días. Se encargaba de las peleas, de organizar las apuestas, de decidir quién entraba y quién no. Y podría ocupar perfectamente el número dos en el podio de los esbirros de la Marquesa, por lealtad y por años de servicio.
Había otros, claro, pero esos cuatro eran el núcleo. Los que importaban. A Mara le llamaba la atención que no hubiese mujeres en el círculo fiel de la Marquesa, como si ella quisiera ser la única reina en su colmena de zánganos.
Mientras los observaba, Nela se acercó y le pasó un brazo por los hombros.
—Los miras como si estuvieras estudiándolos —murmuró cerca de su oído.
Mara se tensó.
—Solo intento entender cómo funciona todo esto.
Nela le puso la mano en la nuca antes de responder.
—Ten cuidado, Mara. Esta gente... tienen una forma especial de meterse bajo tu piel. De normalizar cosas que no se deben.
—Lo sé —respondió, aunque una parte de ella se preguntaba si realmente lo sabía.
Pasaron un rato más allí. Mientras observaba el movimiento de la gente, intentando entender mejor las dinámicas del lugar, Mara vio algo que llamó su atención. Un hombre que no encajaba en Omega. No era su ropa, aunque vestía mejor que la mayoría. Era su postura, su forma de moverse. Demasiado erguido, demasiado seguro. Lo que más la desconcertó fue su pelo, largo y completamente blanco, recogido en una coleta perfecta. Un detalle de vanidad que contrastaba con la dejadez general del lugar.