El ruido no volvió a repetirse, pero el silencio que dejó atrás era incluso peor. Parecía un silencio demasiado profundo, como si todo el pueblo estuviera conteniendo la respiración.
Luan y Mara salieron a la calle sin hablar. El amuleto seguía tibio en el bolsillo de Luan, pulsando suavemente, como si marcara un ritmo que solo él podía sentir. Cada latido lo hacía caminar más rápido.
El cielo estaba despejado, pero la luz del sol tenía un tono extraño.
Como si algo invisible filtrara los colores.
—¿Escuchaste eso? —susurró Mara mientras avanzaban hacia la plaza.
—No —respondió Luan—, ¿qué cosa?
Ella se detuvo.
—Las piedras. Bajo nuestros pies.
Luan frunció el ceño, pero en cuanto se quedó quieto, lo sintió. Un temblor suave, casi imperceptible, vibraba desde muy abajo, como si el suelo estuviera… respirando. O intentando hablar.
—No me gusta esto —murmuró—. Nada de esto.
Sin embargo, el amuleto parecía pensar lo contrario: cada paso que daban hacia el centro del pueblo lo hacía brillar un poco más, incluso dentro del bolsillo. Era como una señal. O una advertencia.
Cuando llegaron a la plaza, vieron a tres vecinos mirando el suelo: una grieta enorme atravesaba las baldosas, como una herida recién abierta. El temblor se sentía con más fuerza allí.
—Eso no estaba anoche —dijo uno de ellos.
Mara empujó levemente a Luan.
—Mostralo.
—¿Estás loca? —susurró él—. No sabemos qué es.
—Justamente.
Antes de que pudieran decidir qué hacer, un segundo ruido retumbó, mucho más fuerte que el primero. No venía del cielo.
Venía de abajo.
El temblor se volvió un pulso, como un corazón gigante latiendo en lo profundo de la tierra. Luan se llevó una mano al bolsillo: el amuleto ardía.
Demasiado caliente para ignorarlo.
—Luan… —Mara retrocedió un paso—. Se está activando.
Él sabía que tenía razón. Lo sintió incluso antes de sacarlo: el amuleto vibraba, iluminándose con destellos que seguían el mismo ritmo que el temblor.
Un latido…
Otro…
Otro…
De repente, la grieta de la plaza expulsó un soplo de aire frío, tan intenso que hizo titilar las luces de las casas. La gente gritó y se alejó, pero Luan no se movió.
Porque ese aire no era solo viento.
Era un susurro.
Un susurro que esta vez pudo entender.
“Descender.”
Luan tragó saliva.
No sabía cómo, pero lo sabía: aquello que dormía bajo su pueblo acababa de despertarse. Y lo estaba llamando a él.
Editado: 21.11.2025