Lo que queda después del invierno. Un lugar para renacer

CAPÍTULO II

NOAH

Hoy estoy aquí, sentado como cada domingo desde hace cuatro años. Y como cada domingo, hablo con Emma. Le cuento sobre mi semana, sobre mis preocupaciones y sobre esa pequeña personita que, con cada sonrisa, me recuerda que sigo siendo afortunado, aunque ella ya no esté para vivir estos momentos conmigo.

Pero a diferencia de otros domingos, hoy me permito mirar al pasado. Me dejo llevar por los recuerdos de cuando estuve en lo más alto, cuando sentía que podía rozar el cielo con las manos. Aquellos días en los que mi vida estaba llena de plenitud y felicidad.

Mirando hacia atrás, me doy cuenta de que siempre fui un privilegiado. Encontré el amor de mi vida sin siquiera buscarlo, cuando aún era un niño. En ese entonces, ser su mejor amigo fue algo natural. Luego, la adolescencia nos hizo vernos con otros ojos y, sin dudarlo, supimos que éramos almas gemelas. Desde entonces, siempre estuvimos juntos. Éramos dos soñadores y ninguno estaba dispuesto a cortar las alas del otro. Nos dejamos volar tan alto como quisimos. Y aunque nuestras carreras nos separaban por breves períodos, nunca dejamos de estar cerca: un mensaje, una llamada, y el mundo volvía a encajar. Yo la seguí a cada lugar donde su éxito la llevó, y ella me acompañó a cada rincón del mundo al que mi pasión por la fotografía me arrastró.

Hoy, me permito recordarla en sus días felices. No es que no lo haga a diario, porque lo hago. Todos los días. Pero hay recuerdos que duelen más que otros. No verla despertar acurrucada en mi pecho. No perderme en sus ojos azul cielo cada mañana. No oír su risa, que solía ser la melodía de mis días. No sentir el aroma a flor de azahar que impregnaba cada rincón de nuestra casa. Esos recuerdos son una herida abierta, porque me recuerdan lo desdichado que me hace su ausencia.

Y me duelen aún más cuando veo a Hannah corriendo por el campo, su cabellera dorada y rizada agitándose al viento, o cuando descubro en su mirada ese mismo espíritu soñador. Porque Hannah no tendrá recuerdos felices de Emma. No recordará su olor. No conocerá el amor reflejado en sus ojos ni la dulzura de su voz. No podrá recordar, por sí misma, la luz que era su madre. Y eso es lo que más lamento.

Emma tenía una luz tan intensa que ni siquiera la oscuridad de su carrera pudo apagarla. Pero mi pequeña Hannah nunca la recordará por sí sola.

Tendrá que conformarse con fotografías, con el aroma de la flor de azahar que le diré que es el de su madre. Tendrá que recostarse en el pasto y mirar el cielo, imaginando que así de azules eran sus ojos. Tendrá que creerme cuando le cuente lo hermosa que era. Y cuando le diga que, incluso en su último día, Emma fue una mujer de luz.

Aún recuerdo ese último día. Emma sabía que su corazón no resistiría. Sabía que pronto se iría. Y aun así, tomó mi mano con firmeza y me dijo que era momento de separarnos. Que ella ya no me acompañaría más, pero que lucharía hasta su último aliento para que una mano pequeñita me sostuviera el resto del camino. Emma fue mi luz. Y durante veinticinco años, fui feliz.

Hoy, como cada aniversario, me obligo a recordar nuestra historia. No solo los momentos felices, sino también aquellos que nos hicieron fuertes. Porque un día tendré que contarle todo a Hannah. Y ella tendrá que conformarse con escucharme. Con vivir a través de mis palabras, aunque en algún momento desee haberlo vivido por sí misma.

Cada vez que me siento en esta banca, siento que me desconecto del mundo. Hoy no es la excepción. Sin embargo, por un instante, percibo una mirada y, de manera instintiva, abro los ojos y miro a mi alrededor. A unos metros de distancia, veo alejarse la figura de una mujer. Me impacta su cabello negro, que, a pesar de estar trenzado, se extiende hasta el final de su espalda.

No sé qué me impulsa a levantarme y seguirla, pero, sin cuestionármelo demasiado, camino tras ella, sin perderla de vista, hasta verla entrar en un pequeño café. Es el mismo lugar que, según Hannah, tiene las mejores donas del mundo. Me siento un acosador, así que retrocedo sobre mis pasos y decido ir por mi pickup. Es momento de regresar a la granja.

Cuando Emma y yo decidimos que era hora de hacer crecer la familia, supimos que queríamos volver a Hallertauer. Después de haber vivido en París, Nueva York y Roma, y de haber viajado por numerosos países, ambos soñábamos con criar a nuestros hijos en la granja donde crecimos. Queríamos que corrieran entre las plantaciones de lúpulo, tuvieran ñandúes como mascotas y comieran lo que cosechábamos en los huertos o la carne de los cerdos criados en libertad en la granja vecina.

Ese era nuestro sueño. Por eso, apenas nos casamos, compramos una casa de campo cerca de la granja de mi familia. Dejamos atrás nuestra vida refinada y volvimos al campo. Emma tenía 35 años y yo 36. Adaptarnos no nos supuso mucho esfuerzo. Ella se dedicó a crear contenido en redes sociales, y yo dejé la fotografía profesional para trabajar en el campo.

Y aquí estoy, cuatro años después, con la vida que soñamos juntos… pero sin ella.

Cada día voy a la granja a trabajar mientras Hannah se queda con mamá. Por las tardes, regresamos a casa, donde somos solo ella y yo.

Cuando entro a la casa grande —como llamamos a la casa principal de la granja donde viven mis padres y mi hermano Ben—, veo a Hannah en la estancia, coloreando sobre la mesa baja del centro. Apenas me ve, corre a mis brazos y, sin pensarlo mucho, pregunta:

—¿Fuiste a visitar a mami?




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