Lo que queda después del invierno. Un lugar para renacer

CAPÍTULO IV

NOAH

Dejé a la Nana en su casa y luego regresamos a la nuestra. Mañana sería un día importante para mí y para mi pequeña Hannah. Ella estaba emocionada por ir al colegio, aunque yo hubiese preferido que tomara clases con tutores en casa. Sin embargo, esta opción fue rechazada.

Al llegar, seguimos nuestra rutina de todas las tardes: un baño, preparar la cena, comer juntos y leer un cuento antes de dormir. Cuando estaba lista para acostarse, me sorprendió con una pregunta inesperada.

—Papá, ¿tú quieres tener una novia?

Me quedé en blanco. No sabía de dónde venía ese cuestionamiento.

—¿Por qué preguntas eso, cariño?

—Mi abuela dijo en la iglesia que Simona es muy guapa y que sería una gran novia para ti.

Por supuesto, ¿de quién más podría venir semejante comentario si no era de mi madre?

—Simona es muy guapa, pero es muy joven para mí…

—¡Patrañas, papá!

—Señorita, cuidado con cómo me hablas. ¿Dónde escuchaste esa palabra?

—Lo dijo una amiga de mi abuela. ¿Es una mala palabra?

—No lo es, pero no es correcto que la uses conmigo. Menos aún siendo tan pequeña.

—No soy pequeña, tengo cuatro años. Ya soy grande.

—No lo suficiente como para hablarme así, señorita.

—¡Y bien! ¿Simona no va a ser tu novia? —insistió, algo contrariada.

—¿Tú quisieras que lo fuera?

—Si tú lo quieres… —dijo poco convencida.

—No, por ahora no quiero.

—¿No quieres ser feliz?

—Claro que sí, cariño. Soy feliz.

—Pero eres un solitario.

—Debo suponer que eso también lo escuchaste de tu abuela…

—No, lo dijo la Nana. Pero yo no quiero que estés solo.

—No lo estoy, cariño. Te tengo a ti.

La abracé, dando por finalizada la conversación.

Quizás era un buen momento para hablar con mi madre y con la Nana para que tuvieran más cuidado con sus conversaciones delante de Hannah. La llevé a su habitación, la arropé y, cuando se quedó dormida, decidí hacer lo mismo.

Al día siguiente, la Nana llegó temprano. Me ayudaría con el desayuno mientras yo preparaba a Hannah. Llevaba tiempo insistiendo en volver a dormir en casa, como lo hacía cuando Hannah era más pequeña, pero a mí me gustaba esta independencia. Me hacía sentir autosuficiente. Sin embargo, mientras lograba darle orden a esta nueva rutina, aceptaría de buena gana su ayuda.

Llegamos puntuales al colegio. Hannah bajó del auto y, sin mirar atrás, tomó la mano de su maestra y caminó hacia su aula. Yo regresé a la granja. Hoy sería un día movido y debía volver después del almuerzo para recogerla.

Los días siguientes transcurrieron de la misma manera. La Nana nos ayudaba en las mañanas, luego yo llevaba a Hannah al colegio y, al mediodía, mi madre pasaba a recogerla. Al final de la tarde, cuando terminaba mi jornada de trabajo, regresábamos a casa.

Así llegó el domingo. Me encontraba nuevamente sentado en la banqueta frente a la tumba de Emma, contándole sobre la primera semana de Hannah en el colegio, sus ocurrencias y los cuentos que traía sobre sus compañeros.

Esa tarde volví a ver a la mujer de cabello negro que había notado la semana anterior. Estaba levantándose de su banca. Esta vez la observé mejor: era pequeña de estatura, con un cuerpo curvilíneo y el cabello rizado suelto. Estaba tan concentrado detallando su figura que vi el momento exacto en el que su cuerpo se desplomó sobre la banca.

Sin dudarlo, corrí hacia ella.

Al llegar, la encontré inconsciente. No respondía. Tenía un corte en el pómulo derecho por donde sangraba. Al desmayarse, su cuerpo había caído de lado y su cara impactó contra el reposabrazos de metal.

Me preocupé al verla sangrar. Sin pensarlo, rompí el borde de mi camisa y presioné sobre la herida. Algunas personas que estaban cerca llamaron a emergencias, y en pocos minutos llegó una ambulancia.

Ella permaneció inconsciente todo el tiempo que estuvimos allí. No podía explicar por qué, pero su situación me inquietaba. Decidí preguntar a qué clínica la llevarían y seguir a la ambulancia en mi auto.

Cuando subí a mi camioneta, me di cuenta de que aún tenía su bolso en la mano. Curioso, lo abrí en busca de algo que me permitiera identificarla. Solo revisé el tarjetero, donde encontré su licencia: Antonella Williams, 34 años. También tenía un carnet de un hospital en Múnich. Al parecer, era doctora.

Sin perder más tiempo, emprendí camino a la clínica.

Todo el trayecto me pregunté qué estaba haciendo, pero no me detuve.

Al llegar a emergencias, fui directo al mostrador.

—Buenas tardes, ¿pueden decirme cómo está Antonella Williams?

—¿Es usted familiar? —preguntó la recepcionista, dudosa.

—Sí, soy su novio.

La mujer me miró con recelo, pero no dijo nada más. Unos minutos después, encontré a los paramédicos que la habían auxiliado. Me indicaron en qué cubículo estaba y me informaron que ya había recobrado el conocimiento. Estaban suturándole la herida y, cuando terminaran, podría verla.




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