NOAH
No estaba seguro de si lo que sentía era nerviosismo o una mezcla de emoción y cautela. Me repetía que era solo una cena. Nada más. Pero llevaba demasiado tiempo sin una cita… de hecho, nunca había tenido una. Con Emma fue distinto, nos encontramos jóvenes, fuimos amigos, crecimos juntos, nos escogimos sin pensarlo tanto. Y ahora, sentarme frente a una mujer que apenas comenzaba a conocer, me ponía en una situación completamente nueva.
Cuando abrí la puerta de su auto y la vi bajar, algo en mí se acomodó. No sé si fue la forma en la que me miró, segura y contenida a la vez, o cómo sus rizos caían con naturalidad sobre sus hombros. Había algo en ella que me hacía querer quedarme más tiempo del planeado.
Elegimos una mesa con vista al invernadero. Ella fue clara, sin dudar. Sabía exactamente dónde quería sentarse. Me gustó eso. Y también me intimidó un poco.
—¿Te parece bien aquí? —le pregunté, aunque ya lo había notado por la forma en que miraba el lugar desde que llegamos.
—Perfecto —respondió, mientras dejaba su bolso en la silla, justo al lado izquierdo, girando levemente el salero para alinearlo con el borde del individual.
La conversación fluyó entre preguntas curiosas y alguna que otra broma. Observé cómo pedía su comida: clara, precisa, sin titubeos.
—La ensalada, por favor, sin aderezo. Que venga aparte. Y si puede ser baja en sal, mucho mejor. Gracias.
Era detallista, parecía saber exactamente lo que le gustaba. Me llamó la atención cómo, al llegar su plato, lo miró con atención. Olfateó los primeros bocados antes de llevarlos a la boca. Casi como si con ese gesto pudiera anticipar el sabor, preparar su mente para lo que vendría. Era... curioso. Y encantador, a su modo.
Yo, por mi parte, noté que en algún momento ella desvió la mirada hacia mis manos. Me detuve: estaba alineando el cuchillo y el tenedor con precisión sobre la servilleta cuando no los usaba. Me reí en silencio. Tal vez, después de todo, también yo tenía mis manías.
—¿Siempre has vivido aquí? —preguntó de pronto.
—Toda mi infancia y el inicio de mi juventud, sí. Aunque pasé mucho tiempo fuera estudiando, trabajando y, en líneas generales, viviendo. Cuando Emma y yo decidimos que era hora de formar una familia, volvimos. Queríamos criar a nuestros hijos aquí… y después de eso, no me moví más.
Asintió con esa expresión neutra que no decía mucho, pero tampoco dejaba de escuchar.
—¿Y cómo ha sido criar a tu hija solo? —preguntó en un tono tan suave que no sentí la invasión, aunque la pregunta sí me atravesó.
Tomé un sorbo de agua. Pensé en Hannah, en sus preguntas, en cómo su carita se iluminaba con los cuentos antes de dormir y también en las veces que me desbordaba sin saber si lo estaba haciendo bien.
—Difícil —dije, sin adornos—. Lo más difícil que he hecho. No solo por la carga práctica… sino por el silencio. Llegar a casa y no tener con quién compartir sus logros del día, sus primeras palabras, sus fiebres, sus enojos. Me volví padre y madre. Y al principio no sabía cómo hacerlo sin Emma. Solo… lo fui haciendo.
Vi algo moverse en su mirada. No era compasión. Era algo distinto. Algo más cercano a la comprensión.
—Debes haber sido muy valiente —murmuró.
—No sé si fue valentía o necesidad. Pero no me permití fallar. Por ella.
El silencio se volvió cómodo. Incluso necesario. Compartimos un postre —ella eligió, por supuesto, algo con almendras— y brindamos con agua. Según sus palabras, ya había tomado suficiente vino antes de la cena.
El cielo comenzaba a oscurecer y el invernadero iluminado proyectaba sombras suaves sobre la mesa. El ambiente tenía ese calorcito íntimo que se cuela sin pedir permiso.
Por un momento, cuando volvía de los sanitarios, la vi absorta en la vista. El contraste entre la tarde ocultándose para darle paso a la noche, el invernadero que parecía sacado de un jardín de cuento y ella, parada en la terraza observando el paisaje… Me llevó a sacar el teléfono y capturar ese instante. Sería mi pequeño secreto.
Al volver a la mesa, charlamos un poco más, y luego ella anunció que era buen momento para irse. Al día siguiente tendría trabajo.
Cuando nos levantamos, hice el gesto de acercarme a su silla, pero ella se puso de pie al mismo tiempo que yo. En lugar de agradecer simplemente, tomó mi mano con delicadeza y, sin apartar la mirada, la sostuvo por un par de segundos.
Y luego, con esa solemnidad encantadora que solo ella podía tener, dijo:
—Gracias por esta noche. Me alegra haber venido.
Me incliné sin pensar y besé suavemente su mano. Lo hice con calma, sin presión. Solo el gesto. Ella no retrocedió. Solo me miró. Y en sus ojos entendí que, si bien había mucho por recorrer, esa noche habíamos dado un paso importante. Uno que no se medía en tiempo ni en palabras, sino en esa clase de conexión que llega sin hacer ruido.
Ya en el estacionamiento nos despedimos agitando la mano, cada uno desde su auto. Por ahora, ese se había convertido en nuestro tipo de despedida, desde el primer acercamiento real.
El regreso a casa lo hice pensando que ya quería volver a verla. Este día había sido especialmente bueno. Por momentos me descubrí imaginándola, y comencé a idear una forma de asegurarme de que, al menos una vez al día, pensara en mí.