Amara
Tenía apenas 15 años cuando Sebastián Montenegro me miró por primera vez, como si yo fuera lo único que existía, como si fuera algo más que una simple chica de pueblo.
Fue una tarde cualquiera, de esas que parecen insignificantes hasta que el recuerdo se vuelve eterno.
El sol comenzaba a caer sobre Sunnyreach y la brisa del mar llegaba hasta donde me encontraba con mis amigas frente al borde de la fuente ubicada en la plaza central, descalza, con los pies en el agua fría, riendo junto a Camila y Valentina de alguna tontera que ya no recuerdo. Llevaba un vestido simple de un color verde menta que me encantaba, me hacía sentir libre.
—Te vas a resfriar Mimi– me dijo Camila, empujándome suavemente el hombro.
—Vale la pena, esta exquisita el agua, deberían meter sus pies horribles– ambas rieron fuertemente, haciendo que la gente se girara a mirarnos.
Y entonces lo vi.
Sebastián estaba apoyado contra la pared del local que se encontraba frente a nosotras, estaba con los brazos cruzados y una expresión que no supe identificar en ese momento. No era como los otros chicos del pueblo, no gritaba, no hacía bromas infantiles. Solo observaba, siempre observaba.
Yo sabía quién era. La verdad, todos en el pueblo sabíamos quién era.
El hijo de Eduardo Montenegro.
El chico brillante.
El que se iría lejos algún día.
Cuando nuestras miradas se cruzaron, sentí algo extraño en el estómago. No fue inmediato ni explosivo. Fue suave. Como una curiosidad que se instala sin pedir permiso.
Desvié la vista primero.
—Te está mirando —susurró Valentina, con una sonrisa cómplice.
—No digas tonterías —respondí, sintiendo cómo me ardían las mejillas.
Pero cuando volví a mirar, seguía ahí.
Esa noche no pasó nada. Y, aun as, lo recuerdo todo.
A los pocos días empezó a aparecer en los mismos lugares que yo. En la cafetería de la esquina, en la biblioteca, en la playa al atardecer. Nunca se acercaba demasiado. Nunca invadía mi espacio.
Hasta que un día lo hizo. Se acercó en silenció y con su voz suave y ronca me dijo:
—Hola, Amara.
Mi nombre sonó distinto en su voz. Más lento. Más consciente.
—Hola —respondí, intentando parecer tranquila.
—¿Siempre lees aquí? —preguntó, señalando el libro que tenía entre las manos.
—Cuando quiero pensar —dije sin pensar demasiado.
Sonrió apenas. Una sonrisa pequeña, contenida, pero la ví.
—Entonces es un buen lugar.
Desde ese día, empezó a sentarse frente a mí. A hablarme de libros, de música, de Nueva York. Me contaba que su padre quería que estudiara allá, que tenía todo planeado para él.
—¿Y tú qué quieres? —le pregunté una tarde, mientras caminábamos descalzos por la orilla del mar.
Sebastián se quedó en silencio unos segundos.
—Quiero irme —dijo finalmente—. Pero no quiero olvidar de dónde vengo.
No supe por qué, pero esas palabras se me quedaron grabadas.
Nos enamoramos sin darnos cuenta.
Sin promesas.
Sin planes.
Solo pasó.
Las tardes se hicieron más largas. Las miradas más intensas. Los roces más frecuentes. Hasta que una noche, bajo un cielo lleno de estrellas, me besó por primera vez.
Fue torpe. Dulce. Real.
Y yo supe, con una certeza que nunca volvería a sentir nada igual, que lo amaba.
Sebastián era mi refugio y mi impulso. Mi calma y mi tormenta. Me hablaba de futuro como si yo estuviera incluida en él, y yo le creí. Le creí con la inocencia de quien todavía no sabe que el amor también puede romper.
—Nunca te haría daño —me dijo una vez, apoyando su frente en la mía.
Yo le creí.
Siempre le creí.
Y tal vez ese fue mi mayor error.
Editado: 26.12.2025