Sus saltos y gritos de alegría resonaban por todo su cuarto desordenado. Todo por una simple notificación en su celular. La señora Teresa, su amiga en el taller de tejido, le había mencionado aquella posibilidad de un empleo hacía una semana. Lo dijo como algo casual, un comentario al pasar, pero Carmen lo tomó en serio desde el primer momento. Y ahora, con ese mensaje iluminando su pantalla, todo se volvía real.
—¡Niña, Dios mío! ¿Qué pasó? ¿Por qué gritas a esta hora? —su madre apareció en la puerta, completamente alterada, blandiendo una escoba como si fuera un arma improvisada.
—¡Mamita! —Carmen corrió hacia ella con una sonrisa enorme, desbordante de felicidad—. ¡Tengo un trabajo!
Empezó a girar a su alrededor, dando pequeños saltos y moviendo los brazos como si danzara. Parecía una niña pequeña llena de emoción.
—Ay, me asustas, chiquilla de mierda —dijo su madre, llevándose una mano al pecho—. No puedes andar gritando por la casa así, casi me matas del susto... —se detuvo de pronto, procesando lo que su hija acababa de decir—. ¿Un trabajo? ¿Uno de verdad?
—¡Sí, un trabajo! —soltó un gritito agudo, casi temblando de la emoción.
—Mi niña... si esto es verdad, estoy tan feliz por ti, mi amor —dijo, envolviéndola en un abrazo apretado. Pero la alegría en su rostro duró poco; su expresión se transformó en una mezcla de duda y preocupación—. Carmencita... ¿estás segura de que quieres volver a trabajar?
—Mamá, estoy más que segura —respondió ella sin borrar la sonrisa. Su rostro brillaba con una esperanza renovada, como si nada ni nadie pudiera derribarla.
María, su madre, en cambio mantenía su gesto preocupado. Habían pasado años desde aquel episodio oscuro que marcó a su hija, pero ella aún podía ver, como si fuera ayer, el estado en que Carmen quedó después. No era fácil olvidarlo.
—Igual me asusta un poco que lo hagas. ¿De qué es el trabajo? ¿Dónde es?
—¿Te acuerdas de la señora Teresita, de la clase de tejido? Bueno, tiene un nieto que se llama Alberto. Y Alberto tiene un hijo, Oliver —hizo una pausa, para ver si su madre recordaba—. Creo que seré quien lo cuide.
—¿Vas a cuidar a un niño? ¿Vas a ser niñera? No profesora... —frunció el ceño, visiblemente contrariada.
—Mamá, trabajo es trabajo. Hace años que no tengo uno formal. Ya parezco un parásito en esta casa.
—No me convence. No es para lo que te preparaste toda tu vida.
—Sé que no estudié para esto, y probablemente no gane lo mismo que antes, pero... es un primer paso. Necesito volver a empezar, aunque sea desde abajo.
—Bien... sigue sin gustarme. No es que no me alegre por ti, pero sabes que tu papá, que en paz descanse, se rompió el lomo para que fueras una profesional.
—Y se lo agradezco con todo mi corazón. Pero tú sabes mejor que nadie que no he tenido otra oportunidad desde que... —no terminó la frase. No hacía falta.
—Bueno —suspiró María, rindiéndose por el momento—. Pero a la primera que algo te moleste, te vas. No quiero verte hundida otra vez.
—Lo haré —respondió con un tono casi condescendiente, pero más por nervios que por altanería—. Mañana a las diez me reúno con mi posible nuevo jefe. Tengo que descansar, necesito estar presentable.
—Y no te olvides de ordenar este chiquero —dijo, señalando una pila de ropa—. Esto parece un basurero.
—Sí, mamita, pero ahora... ¡a dormir! —canturreó mientras se deslizaba a su cama—. Te amo, buenas noches.
—Duerme bien, hija —dijo su madre, apagando la luz.
Carmen se acurrucó bajo las cobijas. A pesar de la ansiedad, esa noche volvió a sentir algo que había estado dormido durante tres años: ilusión. Una chispa de vida. Nervios, sí, pero también esperanza.
Volver a trabajar con un niño era, en cierto modo, regresar a sus raíces. Siempre soñó con una carrera vinculada a la infancia, por eso el derrumbe de su antiguo empleo la dejó tan rota. Aquello no fue solo una pérdida laboral, sino también emocional. Aun así, lo que más la inquietaba ahora no era el trabajo en sí, sino el padre de Oliver. Sabía poco sobre él, solo que era un hombre soltero. Y eso la dejaba intranquila. No sabía si eso era mejor o peor: por un lado, no había una madre que pudiera enterarse de su pasado; por otro, estar cerca de un hombre sin pareja en un pueblo como el Valle del Viento... era arriesgado. Allí, su reputación seguía marcada por prejuicios: la señalaban como una que "se metía en los pantalones del primero que se le cruzara". Algo irónico. A sus veintiséis años, apenas había tenido tres relaciones: una en el liceo, otra a distancia con una chica, y su último novio oficial, Eric.
Se le revolvió el estómago al pensar en él. Intentó esquivar los recuerdos, como hacía siempre. No solía pensar mucho en él, al menos no de forma consciente, pero seguía siendo una herida que nunca terminó de cerrar.
—No, olvídalo. Él ya no existe —se dijo a sí misma en un susurro- A dormir.
Se tapó hasta la cabeza con las sábanas, como si pudiese protegerse del pasado. Trató de obligarse a dormir, pero su mente era un imán para los pensamientos oscuros, y el silencio de la noche los amplificaba. Aun así, se aferró a la idea de que mañana sería un día especial, y poco a poco el cansancio la fue venciendo.
Despertó muy temprano, con una sonrisa optimista en sus finos labios.
Decidió hacer todo su ritual de belleza matutino. Quería estar presentable, causarle una buena primera impresión a su nuevo jefe. Mirándose en el espejo, se aseguro de que todos los pequeños detalles se notaran: un bonito maquillaje, con un delineado que adornaba sus grandes ojos, bastante rubor y un poco de color rojo en sus labios.
Se dirigió hacia su pequeño closet que desbordaba prendas de ropa, la gran mayoría compradas de segunda mano, Eran tantas que ya no caía ninguna mas. Busco su mejor atuendo algo sobrio que concordara con su estilo. Ella amaba dejar un poco de su marca cada vez que se vestía, como si cada prenda hablara un poco sobre como es ella. Tanto la ropa como el maquillaje e incluso los adornos que se pondría después, como pulseras, collares y anillos. Le gustaba tener esa identidad, aunque le haya traído problemas en algún momento.
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Editado: 12.05.2025