De los cuentos cortos que a veces son largos y de los cuentos largos que a veces son cortos, se pueden decir y hablar muchas cosas.
Se puede hablar de la tristeza o de la felicidad, de las penas y de las alegrías. También se puede decir algo de la misma soledad, que, en ocasiones, embarga con triviales penalidades, el alma de los que solo buscan el remanso leve de la compañía anhelada, entre las agitadas olas del desvelo tangible de la solitaria noche que los cobija.
Se puede hablar de una promesa repentina, creada por la armoniosa pasión del alma de quien se sabe amado, haciendo de esa promesa, un gran hechizo.
Hubo una vez un Rey, en un lugar muy antiguo, perdido en el recuerdo de los escritores ancianos, que conocían muchas de las historias extraviadas en el tiempo. Historias nuevas y viejas, únicas e imposibles.
Aquel monarca de cabellos abundantes y dorados como la miel, era un poco delgado y no muy alto. Cual joven muchacho, no sabía nada del amor y aunque no era muy humilde, tenía en el fondo de su ser, un corazón bondadoso.
Los ojos claros del monarca, con el brillo de las hojas de los pastizales verdes que rodeaban todo su palacio, eran pequeños y redondos.
Sus cejas delgadas del mismo tono de su cabellera, armonizaban con su bien recortado bigote, que jugueteaba cada vez, que el soberbio Rey sonreía, mostrando su blanca dentadura.
La más grande pasión del magnífico monarca era el dibujo. Esto lo hacía muy bien. Dibujaba en colores muy brillantes, y en ocasiones, en tonalidades blancas y grises, dibujando con muchos detalles cada vez.
Dibujar naturaleza muerta o paisajes no era su vicio. Disfrutaba más al dibujar la belleza de las flores, que, para él, esa belleza era insuperable.
En esa antigua época, muy lejana a la nuestra, cuando los reyes eran reyes y los plebeyos eran plebeyos, el noble monarca, nunca hablaba con vasallo alguno, bajo ninguna situación. El Rey, como tal, solo daba las órdenes y sus órdenes eran ejecutadas al pie de la letra. Era muy inteligente, por lo que su vasto reino, prosperaba y era feliz.
Una tarde, en la que iniciaba la primavera, el emperador trataba de terminar rápidamente con su última obra, pues al concluir el trabajo, su dibujo sería colgado por él mismo en un gran muro, donde ya existían cientos de otros cuadros de su propia autoría.
En aquella tarde de primavera, al concluir su último dibujo, el singular artista miraba con atención todos sus demás cuadros. Su vista y su buen gusto, calculaban el mejor sitio para colocar su última obra. Se tomaba una hora para decidir el lugar para colgar cada pintura, una vez que él mismo la enmarcaba y la preparaba para ser exhibida en aquella gran sala de muros blancos y pisos brillantes de mármol, similar a un elegante museo actual. Sin ánimo de ofender, aquella sala era mucho más lujosa que cualquier recinto para exhibir arte de la actualidad. Era un lugar tan especial, que ningún plebeyo lo había visitado nunca.
Aquella tarde, luego de colocar su última obra en el muro tupido de dibujos, el monarca llamó a uno de sus amigos, que, a decir verdad, era uno de los hombres que le ayudaban a tomar decisiones importantes. El monarca preguntó entonces a su amigo, quien rápidamente acudió al gran salón, tras la orden dada hacia este, por un oficial que lo acompañó al lugar.
— ¿Qué opinas Felipe? Este dibujo me costó mucho trabajo. ¿Cómo se ve colgado en este sitio?
Felipe era un hombre maduro, de porte elegante y distinguido, con una cabellera negra manchada de mil canas y con unos ojos azules como el mismo cielo.
Su grueso bigote y sus ropas eran blancos como la nieve, y su voz era un tanto arrogante y tímida a la vez. Con mirada atenta, Felipe observó el cuadro, se retiró un par de pasos para contemplar todo el muro y exclamó con voz sincera, mientras tomaba su mentón con su mano diestra, a la vez que su otra mano era acomodada por él mismo en su propia cintura.
Después de un minuto, Felipe expresa su pensar con respeto.
—Usted sabe majestad que siempre he sido franco con mis comentarios. Me parece que es momento de dibujar otra cosa. Algo que no sean flores. El cuadro es estupendo, pero todos los demás también lo son. ¿Por qué no trata de dibujar otra cosa para darle variedad a su arte mi señor?
El monarca, giró su cabeza hacia el muro y con una dulce sonrisa en el rostro, reconoció la verdad que su amigo le mostraba, afirmando suavemente con su real testa.
Algunos días después, mientras que el emperador se preparaba para disfrutar un delicioso almuerzo en el comedor de su maravilloso y elegante palacio, Felipe llegaba al lugar, pues el monarca quería preguntar algo a su amigo y consejero. El extraordinario dibujante, al mirar a su amigo aparecer en el comedor, con un simple ademan lo invitó a la mesa y unos minutos después, cuando ambos disfrutaban del festín, el Rey hizo una pregunta a su acompañante, con voz seria y solemne.
—Dime algo Felipe. ¿De dónde vienen las flores que he dibujado durante todos estos años?
Felipe respondió con claridad, indicando que todas las flores eran compradas en la florería del pueblo, pues la orden del monarca era siempre, dar trabajo a los pobladores de su reino y tratar de no traer productos de otros lugares, para beneficio de todo su país, sobre todo, de los más necesitados.
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Editado: 01.05.2021