Lo que siempre fuimos

Capítulo 1

Lo vi y lo primero que pensé fue que nada había cambiado.

Su traje impecable, la corbata perfectamente anudada, la postura altiva como si el mundo entero le debiera reverencia.

Era el mismo Hugo de siempre: arrogante, seguro de sí y criminalmente guapo.

Y yo, por supuesto, no sentía nada.

O al menos eso me repetí en bucle mientras mi corazón, traicionero, intentaba escaparse a golpes de mi pecho.

—¿No me has oído? —repitió—. He dicho que te largues.

Respiré hondo. Esperaba esa rabia y ese rechazo; me había mentalizado para ello.

—Desapareció hace tres días y no sé cómo encontrarlo —seguí, cruzándome de brazos, ignorándolo a propósito—. Necesito tu ayuda para averiguar dónde está.

Soltó una carcajada seca.

—¿Mi ayuda? —repitió, paseándose por su despacho como si fuera un rey aburrido de escuchar súplicas—. Antonella, tú no necesitas ayuda. Tú necesitas un milagro. Y milagros, cariño, no los fabrico yo.

Quise contestarle con algo igual de hiriente, pero me temblaban los labios.

Lo odiaba.

Odiaba su manera de hablarme, de hacerme sentir pequeña.

Buscarlo no había sido mi primera opción, pero el tiempo jugaba en mi contra y estaba desesperada.

—Muy gracioso —le espeté, mirando hacia otro lado—. Es mi padre. No es un juego.

Se dejó caer en su sillón, levantando una ceja con esa suficiencia suya que me sacaba de quicio.

—Ah, claro… es por tu padre. ¿Y qué papel esperas que juegue yo? ¿El caballero dispuesto a salvarlo para ganarse tu gratitud? —ladeó la cabeza y sonrió con arrogancia—. No, Antonella. Ese ya no es mi papel.

Me tragué las ganas de gritarle. No iba a darle el placer de verme débil.

—Sigues creyendo que todos giramos a tu alrededor —murmuré.

—Y tú —contestó, con esa voz grave que aún me erizaba la piel— sigues mintiéndote de la misma forma que hace dos años.

—No te equivoques. Yo ya no siento nada.

—Claro —asintió con ironía—. Por eso estás aquí, una vez más. Buscándome, necesitándome y mirándome como si, efectivamente, tu mundo girara alrededor mío.

Me ardieron las mejillas. Sentí mi pulso más acelerado.

Porque sí, lo necesitaba. Al menos en aquel momento.

Necesitaba sus contactos, su influencia.

Nada más.

Me crucé de brazos con más fuerza, como si ese gesto pudiera servirme de escudo.

—Estás delirando, Hugo. Estoy aquí porque necesito respuestas, no porque quiera… —hice una pausa, tragando saliva— …volver a tu circo.

Él sonrió con esa calma venenosa que siempre tuvo.

—Oh, Antonella… —alargó mi nombre, saboreándolo como si fuera un insulto—. Siempre tan orgullosa, tan convencida de que puedes engañarme y engañarte por el camino.

—Lo único que tienes que hacer es ayudarme a encontrar a mi padre. Después no volveré a molestarte.

—¿Molestarme? —rió, inclinándose sobre su escritorio—. Tú nunca molestas. Tú destrozas. Llegas, desordenas todo y luego desapareces.

Sus palabras me atravesaron ligeramente, pero dejé esos demonios ocultos de nuevo en sus cajas.

—No vengo a discutir ni a sacar los trapos sucios. Solo quiero saber si vas a ayudarme.

—La respuesta es no —gruñó, con los ojos brillando de rabia contenida.

—Solo quiero encontrarlo, por el amor de Dios. ¿Tanto te cuesta? —insistí, clavando la mirada en él, aunque me dolía hacerlo.

Entonces se levantó, golpeando la mesa con la palma. El estruendo me hizo dar un brinco.

—¡Claro que cuesta! —rugió—. ¡No puedes plantarte aquí, después de tanto tiempo, como si nada, exigiendo que mueva cielo y tierra por ti!

Mi pecho ardía, pero no me moví.

—¡No es por mí! —susurré, sintiendo que mi tono perdía fuerza—. Es por mi padre.

—¡No me jodas, Antonella! —gritó, señalándome con el dedo, esos ojos claros encendidos—. Todo siempre termina siendo por ti.

Tragué saliva, obligándome a tragar también mi rabia.

—Si alguna vez te importó de verdad, harás un mínimo esfuerzo por ayudarlo.

Él rió. Una risa amarga, distante.

—Lárgate de mi despacho.

Mi corazón se detuvo un segundo.

—¿Qué…?

—Has oído bien —repitió, cada palabra como un golpe seco—. Te quiero fuera. No pienso escucharte ni un minuto más.

Me quedé allí, clavada, fingiendo que no me dolía, que no me importaba, que mi orgullo no se había herido en ese momento al ver la indiferencia que le provocaba.

—Eres un capullo.

—Y tú una desagradecida —replicó—. Te protegí, te salvé, lo perdí todo por tu culpa y ahora vienes a insultarme, como si todavía me importara una mierda lo que pienses de mí.

Me giré hacia él, con las manos temblándome, fingiendo calma.

—No te pedí nada de eso. Nunca te pedí que me salvaras.

—Alguien tenía que hacerlo, ¿no? —recalcó, alzando la voz con una furia que lo hacía parecer más alto, más grande, más insoportable.

Sentí que las lágrimas quemaban detrás de mis ojos, pero las contuve con rabia.

—Pues felicidades, Hugo. ¿Quieres una medalla?

—Quiero que entiendas, de una vez, que no puedes volver a mi vida cada vez que el mundo te queda grande —murmuró.

De pronto se levantó, rodeó la mesa y, en ese instante, sentí un escalofrío recorrer mi cuerpo cuando se plantó a centímetros de mí.

Su olor tocó mi fibra más sensible, pero fueron sus ojos, más grises y más profundos de lo que recordaba, los que casi logran hacerme tambalear.

Una ola de recuerdos intentó abrirse paso en mi cabeza.

—Vaya, Hugo, cuánto odio me guardas —me burlé, harta de su prepotencia, su superioridad y ese tono cargado de rencor—. Sí que te dejé marcada la vida, ¿no?

Lo herí.

Lo vi.

Por mucho que quisiera ocultarlo, vi cómo hería su enorme ego. Y lo celebré.

—Fuera —escupió con todo el desprecio posible—. ¡María!

Antes de poder responder, entró su secretaria como una bala, como si hubiera estado todo ese tiempo esperando para hacer su entrada triunfal.




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