Revisé el nudo de la corbata por tercera vez, estaba perfecto, como siempre.
El reflejo del espejo me devolvía la imagen de un hombre en control absoluto, impecable, seguro. Justo lo que necesitaba.
El problema era que por debajo de esa coraza, el pensamiento volvía una y otra vez al mismo lugar.
Me odiaba por pensarlo, pero ahí estaba.
Su voz aún retumbaba en mi cabeza, igual que el recuerdo de Julián.
Dos años sin hablarnos y todavía no podía dejar de pensar que, por mucho que se hubiera empeñado en cerrarme la puerta, seguía siendo mi mejor amigo.
Había intentado arreglarlo.
Había insistido.
Él me había mandado a la mierda.
Pero yo sabía que no podía dejarlo tirado, no ahora.
Tenía maneras de encontrarlo, de ayudarlo… y no necesitaba a Antonella para eso.
Primero que nada necesitaba saber si de verdad había desaparecido o su hija simplemente exageraba. Sabía de sobra que Julián tenía sus secretos y desaparecer una semana nunca fue extraño tratándose de él.
Me aparté del espejo con esa convicción, aunque por dentro no me la creyera del todo.
El murmullo de sábanas me recordó que no estaba solo.
Ella seguía allí, tendida en mi cama como si fuera a quedarse tiempo.
Ni siquiera recordaba su nombre, pero sí su insistencia.
—¿Ya te vas? —preguntó con voz zalamera, enredando los dedos en la sábana para deslizarla y mostrarme más de lo necesario.
La miré un segundo, frío, distante.
—Vístete.
Se incorporó con una sonrisa torcida, buscándome la mirada.
—O puedes quedarte un rato más. No creo que esa fiesta sea más interesante que yo.
No respondí. No me molesté en fingir cortesía. Caminé hacia la puerta, ajustándome la chaqueta.
—Cierra al salir.
El golpe de la puerta fue mi única respuesta.
El salón estaba iluminado, rebosante de caras conocidas, copas tintineando y la música de fondo apenas audible sobre el murmullo de las conversaciones. Me uní a Carlos, que ya me esperaba con una copa en la mano.
La idea de celebrar aquel contrato no era de mi agrado, pero mi socio insistía en que cosas así nos hacían más cercanos, nos mostraban “accesibles” de cara a los trabajadores.
Como si eso fuera a cambiar la imagen que tendrían de mí.
—Llegas justo a tiempo —dijo él, sonriente, siempre con esa calidez que parecía infinita—. Te perdiste la bienvenida, pero nada grave.
Carlos se había convertido en un apoyo importante en ese tiempo. No era Julián, pero a esas alturas sí podía considerarlo un amigo.
Nada que el alcohol y un par de noches de descontrol no unieran.
Asentí, escuchando a medias mientras me hablaba de un nuevo cliente, de contratos y proyecciones. Lo normal. Lo de siempre.
Yo respondía lo justo, mi mente divagando entre cifras y recuerdos, hasta que la vi.
Antonella.
Otra jodida vez.
Entraba en la sala como si la estuvieran esperando, con un vestido que parecía hecho para quemar miradas.
Cada curva, cada paso medido, un insulto directo a mi autocontrol.
Mis ojos viajaron por cada centímetro de su cuerpo hasta que reparé en lo inevitable.
No venía sola.
Estaba agarrada del brazo de un hombre.
Alto, impecable, el tipo de caballero que parece salido de una revista.
El veneno me recorrió las venas al instante. Cerré los puños por inercia y centré todos mis esfuerzos en desear que dejara de tocarla.
No.
No había vuelto por mí.
Tenía a otro.
Uno con aspecto de príncipe encantado.
Sentí el orgullo retorcerse como un hierro candente en mi interior.
Maldonado seguía hablando, pero las palabras se desdibujaban, se perdían en el aire.
No escuchaba nada. Solo podía verlos a ellos.
La forma en que la miraba, como si la comiera con los ojos, como si fuera solo suya… rozaba lo insoportable.
El tipo no era cualquiera.
Y ella, sonriendo. Feliz.
La copa en mi mano parecía un ancla, lo único que evitaba que cruzara el salón de una zancada.
Entonces tomaron la estúpida decisión de acercarse.
Ella lo guiaba con paso seguro, su mano en su brazo, como si lo hubiera hecho toda la vida.
Maldonado se giró hacia ellos, sonriente.
—Antonella —la saludó cálido, como si esos dos años de ausencia hubieran sido un paréntesis minúsculo.
—Carlos —respondió ella con la misma naturalidad, devolviendo el abrazo cordial.
Después, sus ojos se encontraron con los míos. Buscaba una reacción, la que fuera, pero no pensaba darle el gusto.
—Hugo —dijo con voz firme, orgullosa, sin apartar la mano del brazo de aquel hombre—. Os presento a Nicolás Vega.
El tal Nicolás me tendió la mano con una sonrisa ensayada que solo aumentó mi rechazo hacia él.
—Un honor conocerlo, señor de la Fuente. He escuchado mucho sobre usted.
Estrechamos las manos. La suya, firme, segura. La mía, fría, calculada.
—¿Vega? ¿No serás el hijo de Sebastián? —murmuró Maldonado con asombro.
El chico sonrió, de nuevo, aparentemente acostumbrado a esa reacción.
—Sí, en efecto, soy uno de sus cinco hijos.
Miré a mi socio con atención.
—Un placer, señor Maldonado, Anto lo recuerda con mucho cariño.
—Más le vale, no habrá tenido mejor jefe en su vida —murmuró Carlos.
—Bueno, el de ahora tampoco está tan mal —bromeó mirándola, con un leve brillo en los ojos.
Tuve que retener una carcajada burlona.
Era su jefe, cómo no.
Cuánta falta de originalidad, Nell, pensé.
—Vaya, Antonella, no me digas que formarás parte de la realeza.
Miré a mi socio, buscando entender el porqué de su comentario y ese asombro por un nombre que no había oído en la vida.
—¿No lo conoces? —preguntó Carlos al ver mi desconcierto—. Su padre es el Marqués de Sanlorenzo. De los pocos que quedarán hoy en día en España.
Fantástico.
Un marqués.
—¿Qué haceis aquí exactamente? —solté sin hacer el minimo esfuerzo por sonar simpatico.
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Editado: 25.11.2025