Lo que siempre fuimos

Capítulo 3

El coche avanzaba despacio por la carretera, las farolas pasando como ráfagas doradas contra el cristal.

Nico conducía con una mano; la otra descansaba sobre mi rodilla, en ese gesto que siempre lograba calmarme, aunque en ese momento se sentía como un clavo más en mi creciente sentimiento de culpa.

Me tragué el sabor metálico que aún tenía en la lengua.

Hugo.

Demasiado cerca.

Otra vez.

Casi lo había besado. Yo lo sabía, y él también.

Me había dejado arrastrar por el sentimentalismo, por la forma en que había vuelto a rescatarme, dejando el orgullo a un lado.

Un momento de debilidad que no podía volver a permitirme.

Por mí. Y por Nico.

—No tenías buena cara —murmuró, sin apartar la vista de la carretera—. Siento haberte interrumpido.

—Faltaría más, Nico —acaricié su mano—. Todo esto está siendo difícil, ya lo sabes.

Nico apretó suavemente mi rodilla, casi como si quisiera evitar que me encogiera.

—Lo sé. Y no hace falta que hables si no quieres —añadió con esa calma tan sanadora—. Pero estás segura de que no quieres que avisemos a la policía? Anto es lo que hace la gente normal.

Suspiré. Si, puede que tuviera razón. El problema es que no sabía en qué estaba metido mi padre y la policía no era una opción. No tratándose de los Castaño.

—Nico ya lo hemos hablado...

—Esta bien—asintió con cierta frustración —. Al menos Hugo te va a ayudar. No me has hablado mucho de él.

Me removí en el asiento, incómoda. Sabía que ese momento llegaría en cuanto le dije que necesitaba hablar con un viejo amigo de la familia.

—Hugo y mi padre son como hermanos. Confía en él, y es de las pocas personas que realmente lo conocen —expliqué, intentando sonar lo más sincera posible—. No sabía que lo conocías.

—Bueno… conocer, no. He oído hablar de él, claro. Es uno de los abogados más importantes del país, y su bufete es muy conocido en Madrid.

Asentí.

No quería dar más explicaciones ni seguir hablando del tema.

Irme había sido una decisión fácil. Necesitaba huir de mi padre y de él sin tener que volver a cruzar un océano.

La capital me pareció la mejor opción. Y lo fue. Apenas un mes después conocí a un chico joven y guapo, que derramó su cono de helado sobre mi blusa justo antes de una entrevista en el mejor bufete de la ciudad.

Como compensación, me ofreció un puesto mucho mejor… y un amor sincero, sencillo, sin egos de por medio.

Cuando llegamos al portal, se giró hacia mí. Su expresión era limpia, transparente, sincera.

—Anto —susurró—. Estoy aquí, ¿vale?

Me rozó la mejilla con el dorso de la mano.

Era cálido. Era suave.

Era… seguro.

Lo besé.

Con delicadeza, como quien toca algo frágil.

Porque necesitaba silencio.

Necesitaba apagar el incendio que Hugo había encendido sin siquiera tocarme.

Nico respondió igual, sin invadirme.

De esos besos que sabes que son refugio.

Y aun así…cuando cerré los ojos, la sombra que apareció no fue la suya.

Era la de Hugo, inclinándose hacia mí en aquella sala.

Me odié por ello. Y me prometí no volver a dejar que ocurriera.

Porque Nico no era ningún parche. No era el sustituto de don Prepotencia ni un clavo ardiendo.

Era lo que me merecía: mi felicidad, el hombre que sabía que jamás me abandonaría.

Un chico que solo intentaba demostrar que valía por sí mismo y no por el apellido que cargaba.
Alguien bueno. Alguien puro.

El problema era que, para encontrar a Julián, la bondad no servía.

Necesitaba a alguien capaz de apuntar a un hombre a la cabeza y disparar sin el menor remordimiento.

Alguien que conociera los trapos sucios de mi padre y hasta dónde podía llegar toda la mierda que lo rodeaba.

Y ese alguien, muy a mi pesar, era Hugo.

Me desvestí con la cabeza hecha un caos, pensando en mi padre, en todas las horrendas explicaciones que podía inventar para justificar su desaparición, en la cada día más probable idea de no volver a verlo jamás.

Nuestra relación se había dañado demasiado: por sus mentiras, por descubrir que no era quien yo creía.

Porque, al igual que él, a mí también me costaba perdonar.

Aun así, seguía siendo mi padre. Lo único familiar que me quedaba.

Me metí en la cama luchando por no llorar, por no seguir derramando lágrimas ni sentirme débil.

Nico me abrazó fuerte, consiguiendo que mi respiración se calmara.

Sujeté su cara entre mis manos.

—Gracias —susurré, incapaz de explicarle por qué—. Eres mi apoyo ahora mismo.

Sonrió, orgulloso, y rozó mis labios con suavidad.

Sabía que se estaba contendiendo, frenando. No quería presionarme, y era lógico.
Él era así: paciente, atento, dejaba que yo marcara el ritmo, que guiara la relación, mientras me consentía y se esforzaba cada día en hacerme feliz.

Me acurruqué contra él y dejé que el agotamiento me venciera.

.

.

*********

El ascensor tardó siglos en llegar al piso.

Mis manos temblaban un poco, pese a que intentaba respirar hondo.
No era miedo.

Era rabia contra mí misma por estar allí. Otra vez.

El mismo olor, la misma sensación. Daba igual el tiempo que pasara, había cosas que nunca cambiaban, y el latido acelerado de mi corazón cada vez que sabía que iba a verlo era una de ellas.

Fue lo primero que vi cuando se abrieron las puertas.

Apoyado contra la mesa alta del hall: traje gris, corbata sin una arruga.
Hugo.

Alzó la mirada y me recorrió con ella, logrando estremecerme.

—Acompáñame —fue lo primero que salió de su boca.

Seco.

Medido.

Me crucé de brazos. Lo prefería así; era más fácil si nos tratábamos con frialdad. Tampoco es que fuéramos a ser amigos, ni mucho menos.

—Tenemos que ir a la cárcel —soltó en cuanto cruzamos la puerta de su despacho.

Me frené en seco.




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