Lo que siempre fuimos

Capítulo 4

Apagué el motor y me quedé unos segundos oyendo cómo el coche descansaba.
El fin de semana había sido de todo menos fácil.

Durante todo el día de ayer me había encerrado en casa de mi padre, rebuscando entre los documentos y registrando cajones en busca de algo que me llevara a los Castaño.

Una dirección, un lugar… lo que fuera.

No había encontrado nada y, por si fuera poco, ni siquiera había podido dormir.

Me miré en el espejo retrovisor: mi aspecto de desquiciada era memorable.

Me daba igual. El tiempo corría en mi contra y ya estaba desesperada.

Se había acabado eso de relamerme las heridas y suplicar ayuda.

Hugo ya no era una opción, y cuanto antes lo alejara de mí, mejor.

No iba a pedirle nada más.

No iba a depender de él ni de sus contactos.

Nico… tampoco.

No quería arrastrarlo a esto, ponerlo en peligro solo porque yo me negaba a quedarme quieta. Él tenía su vida.

Mi padre nunca lo había aprobado.

Nunca le había mostrado ni un mínimo de cariño a la persona que me estaba reconstruyendo. Aun así, necesitaba encontrarlo.

Me ajusté la chaqueta y salí con paso firme.

No había vuelta atrás. Si quería respuestas, si quería saber dónde estaba mi padre, tenía que moverme. Y había alguien que podía ayudarme… aunque no estaba seguro de quererlo.

Lucas.

Él era el único lazo que me quedaba aquí y quien tenía la llave de la información que necesitaba.

Nuestro contacto había sido mínimo: algún que otro mensaje banal que acabó conmigo ignorando sus reclamos y enterrándolo de nuevo en lo que quería olvidar.

Con cada paso hacia su apartamento, sentía que la decisión se asentaba en mi interior. Esta vez, la Antonella que temía y se derrumbaba ya no existía. Había otra versión de mí, más guerrera, más calculadora, más… despierta.

Golpeé su puerta, respirando profundo y dejando que la determinación llenara mi voz antes de que él la abriera.

—Nell… —dijo él, sorprendido al verme—. ¿Qué haces aquí?

—Lucas, necesito hablar contigo —respondí, firme, sin titubeos.

Su ceño se frunció y su mirada evaluadora me recordó que no iba a dejarse arrastrar tan fácilmente.

—¿Estás de coña? —replicó, cruzando los brazos y apoyándose contra el marco de la puerta—. ¿Después de desaparecer sin dar señales de vida vienes aquí como si nada?

—Mi padre ha desaparecido —dije, sin inmutarme.

Y esa era la llave que bloqueaba todos los reproches.

—Mierda, lo sabía —soltó, dejándome confusa.

—¿Desde cuándo?

—Lleva sin contestar mis llamadas desde hace una semana —dijo Lucas, con voz tensa—. Quería ir a verlo, pero no he tenido tiempo… y no quería preocuparme antes de tener algo concreto.

Lo miré, sorprendida.

Había mantenido contacto con mi padre todo este tiempo.

Y yo, mientras tanto, había ignorado cualquier mensaje que me enviaba, enterrando sus intentos de comunicación en mi propia necesidad de olvidar.

—Nunca me dijo nada de ti… ni que siguierais en contacto —susurré, intentando asimilarlo.

—Tú te fuiste, Antonella, pero él se quedó aquí. Muchos nos quedamos aquí y tu padre estuvo muy jodido con todo lo que pasó —contestó, con un suspiro.

—Venía a verlo, Lucas. Cenábamos una vez a la semana, hablábamos casi todos los días…

Me sentí culpable, y un poco absurda.

Mientras mi vida se había desmoronado, la suya había seguido su curso y, por si fuera poco, cuidando de mi padre, intentando mantenerlo a salvo… y yo ni siquiera me había molestado en intentar estar presente.

—Lo siento —dije, con la voz más baja—. Necesitaba irme.

—¿Dónde has estado, Nell? —su voz era firme, con un deje de reproche.

—En Madrid —respondí, respirando hondo—. Trabajo en una fundación de la familia…

—Vega —me cortó con firmeza—. Lo sé, tu padre me lo dijo. Eso y tu romance con el flamante heredero.

—Lucas… —empecé, pero su gesto era de todo menos amigable—. Sé que te debo muchas explicaciones, pero ahora mismo no puedo dártelas. Necesito encontrar a mi padre.

Él resopló, un sonido que mezclaba exasperación y preocupación. Me dejó entrar de mala gana, cerrando la puerta tras de sí con un golpe seco.

—¿Qué sabemos hasta ahora? —Se apoyó contra el marco de la puerta, cruzando de nuevo los brazos.

—Cené con él el martes —empecé de nuevo con la explicación—. Estaba nervioso y extraño. Desde entonces no he sabido nada. No se ha llevado ningún coche, ni su cartera ni nada que yo haya notado.

Sus cejas se arquearon, y por un segundo pareció que la rabia se congelaba en su expresión, reemplazada por atención.

Me mordí la lengua; no podía contarle que sabía perfectamente quién lo tenía ni el porqué. Lucas no sabía nada de los Castaño y no iba a ayudarme con eso, pero era consciente de que tenía una estrecha relación con la única persona, después de Hugo, que podía conocer el paradero de esa familia.

Sofía.

No tardé mucho en enterarme de que seguía trabajando para Hugo y que, además, era como su mano derecha. Ella tenía acceso a los expedientes de esa familia y solo necesitaba una dirección.

—¿Qué quieres que haga, Nell? —su tono era más bajo, medido, casi cuidadoso—. Sabes que por Julián movería cielo y tierra, pero no tengo nada.

—¿Sabes algo de Sofía? —pregunté finalmente, intentando sonar casual.

Arqueó una ceja y me miró con cierto desconcierto.

—Claro —dijo, seguro—. Es la única amiga que me quedó después de que te fueras, pero no entiendo qué tiene ella que…

Hubo un silencio. Lucas me miraba, evaluándome. Sus ojos me escrutaban, y por un instante me sentí desnuda ante él, no por vulnerabilidad física, sino por la certeza de que me leía como nadie más podía.

—Joder, Nell —murmuró finalmente—. ¿Has acudido a Hugo, verdad?

Me callé, porque me conocía demasiado como para mentirle en eso también.

—Es increíble —se puso las manos en la cabeza, asombrado—. Mueves cielo y tierra para olvidarlo y, en cuanto algo se complica, vuelves corriendo a él.




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