Lo que siempre fuimos

Capítulo 5

El aire afuera olía a tierra mojada y gasolina.

Hugo tiró de mí sin mirarme, la mano firme en mi muñeca, casi dolorosa. Sus pasos eran largos, medidos, pero su respiración —corta, tensa— lo traicionaba.
Estaba conteniéndose.

No dijo nada mientras cruzábamos la finca. El cuerpo del hombre seguía ahí dentro, inmóvil, con la sangre extendiéndose despacio, como una sombra que se abría sobre el suelo.
No quise mirarlo. No quise pensar en ello.

Solo podía seguir a Hugo, tropezando a cada paso, con la cabeza todavía latiéndome por el golpe.
Llegamos al coche.
Él abrió la puerta del copiloto de un tirón y me señaló el interior.

—Sube —ordenó.

—No —dije, la voz temblando pero firme—. No voy a moverme hasta que me digas qué está pasando.

Él se giró despacio. Me miraba como si estuviera cometiendo la estupidez número trescientos cincuenta y cuatro del día, y puede que lo fuera, pero quería respuestas.

—Antonella —dijo bajo, como advertencia—. No empieces.

—¡Claro que voy a empezar! —grité—. ¡He estado buscando a mi padre mientras tú sabías dónde estaba!

—¿Eres ciega o qué? ¿Acaso lo has visto ahí dentro? ¿Has visto a Julián por algún lado?

Hugo no se movió, pero algo cambió en su mirada. Ya no era contención. Era hartazgo.

—¿Cómo sabías que estaba aquí? —pregunté, intentando unir las piezas.

—Porque conozco de sobra la estupidez que cargas encima.

—No tienes derecho a hablarme así —rebatí.

—¿Sabes cuál es tu problema, Antonella? —preguntó, con voz baja y ronca—. Que no tienes ni idea de cuándo parar. No sabes cuándo dejar de meterte donde no te llaman. Y lo peor… es que crees que todo saldrá bien porque, claro, has sido bendecida por el jodido Zeus.

—¿Perdón? —susurré, incrédula.

Él dio un paso hacia mí, despacio, con una mezcla de furia y decepción.

—Te metes en una finca llena de criminales, sin plan, sin respaldo, sin nadie que te cubra, y esperas salir viva por arte de magia. ¿Sabes qué pasa después? Que acabo llegando yo. A sacarte del agujero que tú misma cavas. Y un día, Antonella, no llegaré a tiempo y tu buena racha se habrá acabado.

—No te pedí… —intenté rebatirle, herida.

—Esto no va a ser como hace dos años. No voy a estar aquí para ver cómo decides arruinarte una y otra vez —estalló. La voz le salió tan fuerte que las aves del tendido echaron a volar.

El aire se volvió espeso entre nosotros.

Mi respiración era un hilo roto.

No podía rebatirle nada. No tenía fuerza ni ganas. Solo quería irme a mi casa y acurrucarme en mi cama hasta que aquella pesadilla pasara.

—No tienes por qué hacerlo —dije, aún temblando —. No tienes que venir a salvarme cada vez, Hugo. No quiero que lo hagas más.

Él soltó una risa breve, sin humor, y se giró despacio.

—¿Ah, no? —preguntó, cruzándose de brazos—. ¿Y qué ibas a hacer esta vez? ¿Dejar que te maten por orgullo?

—No necesito que me rescates.

—Claro que no —replicó, con un deje de burla—. Tú no necesitas nada, ¿no? Ni ayuda, ni límites, ni sentido común. Solo meterte en un pozo y esperar milagros.

—¿Entonces por qué vienes? ¿Eh? Dime, sería mucho más fácil dejarme en mi propia mierda y seguir con tu maravillosa vida.

—Porque, a diferencia de ti, no me jode admitir que justamente tú eres de las pocas personas en este mundo que no puedo evitar salvar —dio un paso hacia mí, la mirada fija—. Y la verdad, Antonella, es que me tienes hasta los cojones, pero dejar que te pase algo nunca será una opción.

Las palabras de Hugo se enterraron directamente en mi corazón.

Ahí estaba, la confirmación que no necesitaba y que hacía que todos mis muros se derribaran sin previo aviso.

Me quedé quieta, tragando saliva, luchando contra la imperiosa necesidad de acercarme a él y sentir su calor, su olor, sus brazos envolviéndome.

—Hazte un favor a ti misma y métete en el jodido coche de una vez —escupió sin perder un ápice de rabia.

El camino hasta casa fue un silencio largo, pesado. Solo el sonido del motor constante rompa el hielo.

Yo miraba las luces que se deslizaban por la ventana sin realmente verlas. Todo me daba vueltas: la finca, el cuerpo, mi padre… y Hugo.

Siempre Hugo, como una presencia que no sabía si me salvaba o me hundía un poco más.

Cuando llegamos, él aparcó sin decir nada.
Bajé del coche y avancé hasta la puerta. No sé si esperaba que se quedara afuera, pero no lo hizo.
Entró detrás de mí sin pedir permiso, sin siquiera mirar alrededor, como si aquello fuera lo más natural del mundo. Y yo… no lo detuve. No tenía fuerzas.

Tenerlo cerca, en aquel momento, me pareció necesario. Todavía quería respuestas, y después de salvarme la vida por tercera vez, lo mínimo era no echarlo a patadas de mi casa.

Dejé las llaves sobre la mesa y me apoyé contra la pared. Hugo cerró la puerta y caminó hacia la sala.

—Te has puesto una diana en la espalda con lo que has hecho hoy. Lo sabes, ¿no? —Empecé directa al grano.

Era algo que estaba rondando mi cabeza desde que salimos de allí. Me había salvado, sí. Pero matar a otro de los Castaño traería consecuencias, y la culpa era un sentimiento que estaba harta de cargar.

—No hemos encontrado a Julián.

Me giré, sorprendida por el cambio de tema.

—¿Qué?

—Ni rastro —se volvió hacia mí—. Esa finca parecía la única propiedad de los Castaño cerca de Valencia. Tenía sentido que estuviera ahí. Pero había sido demasiado fácil de localizar. Demasiado limpia… Era una trampa.

Sentí un escalofrío recorrerme la espalda.

—En la que yo caí.

—Antonella —empezó, y algo en su voz me indicó que no me iban a gustar sus palabras—. Creo que tu padre no ha desaparecido.

Mi voz salió apenas en un susurro.

—¿Qué estás diciendo?

—Lo que acaba de pasar solo lo confirma. Si tuvieran a Julián, a ti no te necesitarían para nada.




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