El eco metálico de los cerrojos retumbó en los pasillos húmedos de Picassent. Dos guardias abrieron la puerta del locutorio con desgana, y el silencio se impuso entre el zumbido de los fluorescentes. Solo una figura esperaba al otro lado del cristal: traje gris oscuro, reloj de acero, barba milimétrica. Su presencia lo llenaba todo. Marco Castaño.
No necesitaba levantar la voz para imponer respeto. Le bastaba mirar. Y cuando lo hacía, hasta los guardias evitaban sostenerle la mirada más de un segundo.
Leo entró escoltado, con las manos esposadas y los ojos bajos. Llevaba tiempo en prisión, pero aquella visita le había helado la sangre desde que oyó el apellido. Tenía un papel, y el hecho de que el recién estrenado jefe del cártel estuviera allí, visitándolo por primera vez, solo podía significar una cosa: las cosas habían ido mal.
El plan era sencillo y lo había seguido paso a paso, pero si algo había aprendido con el tiempo es que las cosas siempre se complican. Se sentó al otro lado del cristal. El teléfono negro colgaba del gancho. Lo tomó con dedos temblorosos.
—Marco… —murmuró, apenas audible.
El hombre del otro lado no respondió. Solo lo observó, en silencio, con esa calma peligrosa que solo tiene quien disfruta haciendo que el otro sude. Pasaron varios segundos antes de que hablara.
—¿Sabes por qué estoy aquí, Leo? —preguntó, su voz grave, sin esfuerzo.
Leo tragó saliva.
—Yo… hice lo que me pedisteis, le puse tras la pista, pero…
Marco ladeó la cabeza apenas, como un depredador curioso, obligando al joven a callar.
—Han matado a Joel —dijo, las palabras sin emoción, casi con desgana—. No era mi favorito, pero hacía bien su trabajo. Quiero saber quién ha sido.
Leo bajó la vista. Tenía el labio partido y los ojos hundidos. Parecía un perro apaleado.
—No tengo cómo saberlo —intentó—. Yo solo hice lo que me dijeron. Lo que acordamos.
Marco dejó escapar una sonrisa breve. No había humor en ella.
—Lo que acordamos era simple —replicó, cada palabra más fría que la anterior—: tú atraías a la chica. Nosotros nos vengábamos de su padre. Ahora la chica se ha escapado y no tengo ni puta idea del paradero de Julián. Mi padre murió hace más de dos años y aún no nos hemos cobrado la venganza. ¿Qué crees que pensará la gente?
Leo apretó el teléfono con fuerza.
—Yo he cumplido mi parte —soltó, rápido—. Si salió mal fue por ese capullo de Hugo; está en todas partes.
El ceño de Marco se frunció apenas.
—¿Quién?
—Hugo de la Fuente —Leo lo dijo con voz temblorosa, pero con la desesperación de quien sabe que solo la verdad puede mantenerlo con vida—. Seguro que fue él quien mató a Joel. Igual que mató a tu padre.
El silencio que siguió fue casi físico. Marco no se movió, pero la forma en que alzó ligeramente las cejas delató que esa era una información hasta ahora desconocida para él.
—Repite eso —ordenó, bajo.
—Creí que ya lo sabías… —balbuceó Leo—. Fue Hugo quien disparó a Cristian, por orden de Julián, claro, y para salvar a su hija, pero fue él.
Por primera vez, el rostro de Marco cambió. Una sombra, apenas perceptible, cruzó su expresión. No era sorpresa. Era algo más primitivo: odio contenido.
Se inclinó hacia el cristal, los ojos clavados en Leo.
—¿Me estás diciendo que llevo dos años detrás de la persona equivocada? —preguntó despacio.
—Julián Varela fue el responsable de todo aquello, él y su hija —contestó Leo, apurado—. Pero Hugo fue quien disparó. Y me apuesto lo que quieras a que esta vez ha sido lo mismo.
Marco no respondió. Solo dejó el teléfono a un lado y se quedó mirándolo, estudiándolo como quien observa un insecto raro. Cuando volvió a hablar, su voz era más tranquila.
—Entonces ya lo tengo claro —dijo, levantándose—. Al final me resultarás más útil de lo que creía.
Colgó el teléfono y se dio la vuelta. El sonido de sus pasos resonó por el pasillo, firme, impecable, como un metrónomo de muerte. A su salida, un hombre lo esperaba apoyado contra la pared. Vestía de negro, con un auricular oculto tras la oreja. Era Sergio, su mano derecha.
—¿Qué hacemos con el prisionero? —preguntó, sin mirarlo.
—Déjalo —respondió Marco, ajustándose los gemelos del traje—. No durará mucho. Tiene miedo, y eso siempre mata más lento que las balas.
El guardia de turno les abrió la última reja. La luz exterior entró como un cuchillo. Marco se detuvo un segundo antes de salir y habló en voz baja, casi para sí mismo.
—Quiero todo lo que tengas de ese tal Hugo de la Fuente —susurró, probando el nombre en la lengua como si pesara.
Sergio esperó, sabiendo que no debía interrumpirlo. Marco se giró, y sus ojos brillaron con la misma calma de siempre.
—Envíale un mensaje —dijo.
—¿Qué tipo de mensaje?
—Uno que haga entender a todo el mundo lo que ocurre cuando hacen daño a los Castaño —respondió, y la sonrisa se ensanchó sin querer en su rostro.
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Editado: 25.11.2025