Lo que siempre fuimos

Capítulo 7

Odiaba los cementerios.

No como los odiaba la gente normal. Era un odio real, casi palpable.

Mi corazón se aceleraba y mi cabeza parecía a punto de estallar.

La última vez que pisé uno fue cuando enterramos a mamá.

Ahora volvía, a enterrar a una mujer que había muerto por mi culpa.

Apreté la mano de mi padre con más fuerza de la que pretendía, pero él no dijo nada. Nico caminaba a mi otro lado, rígido, tenso, como si temiera que saliera corriendo en cualquier momento.

No debería haber venido. No así. No con alguien que sabía que no era de su agrado. Pero después de lo que había pasado, no era capaz de pelear con nadie más.

Cuando vi aquel largo y monstruoso ataúd, sentí que se me rompía algo dentro.

Estaba rodeado de decenas de coronas, cada cual más grande y pomposa.

Las amigas. La familia. Los vecinos. Compañeros. Todos se acordaban de ti en un día como ese.

Hugo estaba justo delante.

Traje negro impecable, gafas de sol, las manos entrelazadas a la espalda.

Quieto.

Tan quieto que parecía esculpido en piedra.

No hablaba con nadie. Apenas movía la cabeza cuando alguien se le acercaba a darle el pésame.

Recibía abrazos que no devolvía; los gestos de consuelo parecían rebotar contra él.

No había rabia en su postura, ni tristeza visible.

Solo vacío.

El mismo que sentí que se abría en mi pecho.

Cecilia de la Fuente había sido brutalmente asesinada por mi jodida estupidez.

Me quedé unos pasos atrás cuando mi padre se soltó de mi mano y avanzó hacia él.

Lo abrazó, y esa vez sí devolvió el gesto, apoyando ligeramente la cabeza en su hombro.

A mí se me aflojaron las rodillas.

No por tristeza.

Por alivio.

Era horrible. Todo.

Pero al menos... al menos seguían ahí. Juntos. De pie.

Y yo necesitaba que eso existiera.

Tragué saliva y bajé la mirada.

La culpa me estaba perforando el estómago, lenta, punzante, imposible de ignorar.

Porque los Castaño se habían vengado.

Porque Hugo mató a uno de ellos por salvarme.

Porque yo fui tan imbécil, tan imprudente, tan... yo, que terminé arrastrándolo a un infierno que no le correspondía.

Y ahora su madre había pagado el precio.

El que debí pagar yo.

Me ardieron los ojos, pero parpadeé hasta que todo se volvió nítido otra vez. No iba a llorar, no cuando él estaba allí, con mil razones para hacerlo, para odiarme, para echarme a patadas de aquel lugar santo.

Nico rozó mi brazo con los dedos, una advertencia silenciosa que decidí ignorar.

Di un paso hacia Hugo.

Luego otro.

Él no giró la cabeza cuando me detuve frente a él. Ni siquiera parecía haber notado mi presencia. Su respiración era tan uniforme que daba miedo.

—Hugo... —mi voz salió más suave de lo esperado—. Lo siento muchísimo.

Nada.

Ni un gesto.

Ni un centímetro.

Las gafas seguían ahí, ocultándolo todo, protegiéndolo de todos. Incluso de mí.

Me mordí el labio para no suplicar, para no rogarle que me mirara, aunque fuera un segundo.

Había tantas cosas que quería decirle.

Tantas que quería deshacer.

Le habría tocado el brazo. La mano. Lo que fuera.

Pero Nico estaba detrás de mí. Y aunque no lo estuviera... algo dentro de mí me dijo que él no quería que lo hiciera. Que esta vez no iba a perdonarme.

Cerré la mano contra mi pecho, para contener el impulso y el temblor.

Él se limitó a asentir. Una vez. Mecánico. Como una función biológica.

Y siguió mirando al frente, como si yo nunca hubiera estado allí.

Y lo peor fue que lo entendí.

Perfectamente.

Le había arrebatado a su familia, dándole la mejor vía de escape para odiarme el resto de su vida.

El entierro siguió.
La misma parafernalia de siempre.

La gente empezó a dispersarse entre murmullos apagados y gestos torpes de consuelo. Yo no volví a acercarme a Hugo.

No podía.

Y tampoco habría servido de nada.

Esperé a una distancia controlada a que mi padre acabara de mostrarle su apoyo.

—Antonella —me giré al oír una voz detrás de mí.

Sofía.

Vestida con un traje gris oscuro y la misma expresión de amargura que todos los que estábamos allí.

—Hola —murmuré, y antes de querer darme cuenta sentí cómo una lágrima caía por mi rostro.

Ella no lo dudó. Me abrazó. Como si nada.

Una persona más a la que había herido y, sin embargo, ahí estaba, sosteniéndome.

—No sé qué rollos os lleváis todavía, pero no pueden verte así —susurró en mi oído, a modo de advertencia.

Y tenía razón.

Llorar en un momento así no era de extrañar, pero para toda esa gente yo no era más que la hija de su amigo.

Engullí mi llanto.

El que necesitaba que saliera a toda costa.

Nico me miraba, estático, mientras intercambiaba unas palabras con Carlos Maldonado, quien también dirigió su atención a mí.

Respiré hondo. Una. Dos. Tres... tal como él me había enseñado.

—Lo siento —fue lo primero que dije cuando recuperé la compostura.

Ella se separó ligeramente y me miró a los ojos.

—¿Por qué exactamente? —preguntó sin ocultar el tono de reproche—. ¿Por dejarme plantada, no darme explicaciones o por llevar dos años sin dirigirme la palabra?

Aguanté el golpe. Me lo merecía. Tenía toda la razón del mundo.

—Por todo —admití—. Porque soy dañina y destructiva, y porque no te lo merecías.

Sofía suspiró, resignada.

No tenía razones para perdonarme y aun así sentí que lo iba a hacer igual.

—Entendí tus razones —empezó—. Entendí que te alejaras por él, pero no entendí todo lo demás.

—No quise ponerte en un compromiso.

—Lo sé —me agarró las manos—. Pero para una chica tan lista como tú, ese razonamiento es una enorme gilipollez.

Bufé, cansada.

—¿Acaso no sabías que suelo tomar las peores decisiones del mundo? —la miré suplicante.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.