Un destello blanco.
El sonido del agua subiendo, como si alguien estuviera llenando un tanque invisible.
—Hugo... —me llamó.
Levanté la vista y ella estaba allí, pero... atrapada.
Al otro lado de una especie de cristal grueso, como si estuviera encerrada dentro de un acuario gigante que se llenaba lentamente de agua sucia. Golpeé con los puños; ni un maldito sonido. Ella me miraba con esos ojos que nunca me juzgaron, incluso cuando yo le daba más motivos de los que cualquier madre adoptiva debería soportar.
—Mamá —susurré. Mi voz en el sueño era la de un niño.
El agua le llegaba a la cintura. Subía.
Y yo no podía hacer nada.
Nada.
Como siempre.
Intenté romper el cristal. Me destrocé los nudillos.
Ella apoyó una mano en el otro lado, justo donde yo golpeaba, y sonrió.
Esa sonrisa tranquila que usaba como escudo cuando estaba preocupada por mí.
—No llegas tarde, cariño —me dijo—. No es culpa tuya.
El agua la cubrió entera.
Y se apagó.
Desperté de golpe, jadeando, con el corazón atravesándome las costillas.
Tenía las manos temblorosas. Las vendas húmedas de sudor.
Otra vez.
Me pasé las manos por la cara, intentando arrancarme el sueño de la piel, pero el olor a humedad, a encierro, a impotencia... seguía allí.
Busqué la botella en la mesilla.
Un trago.
Otro más.
Era la rueda: dormir, soñar, despertarme sintiéndome peor, beber para apagarlo, volver a dormir, volver a hundirme.
Miré la hora: las nueve de la noche.
Joder.
Me había pasado toda la tarde inconsciente.
Miré el mensaje de Julián avisando que no llegara tarde.
Y entonces, como una aguja clavándose, apareció su nombre:
Antonella.
El salto.
El hangar.
Su olor.
Ese segundo en que dejó de doler.
Porque ella siempre tenía ese efecto: anularlo todo y reducir mi mundo al sabor de su boca.
A pesar de que lo hubiera perdido todo... ella seguía siendo capaz de hacerme sentir algo.
Pero metió la pata, para variar. Y me jodía tener que estar cabreado con ella cuando lo único que quería era tenerla cerca. Preocupándose por mí. Intentando salvarme.
Me levanté, arrastrándome hacia la ducha, pero ni el agua fría pudo sacarme el nudo del estómago.
Tenía que vestirme; Julián y Carlos no habían dejado de insistir con esa mierda de "sacarte de casa te va a venir bien".
Mentira.
Pero necesitaba cualquier cosa que no fuese quedarme solo con mi cabeza.
Me puse unos vaqueros, una camiseta negra y una chaqueta cualquiera.
Cogí las llaves.
No pensé.
Pensar era peligroso.
*****
El pub estaba lleno, caliente, ruidoso.
La clase de sitio en el que antes me hubiera sentido cómodo. Hoy solo me recordaba que el mundo seguía girando mientras yo me quedaba atrapado en el mismo pozo.
Carlos me vio llegar y negó con la cabeza, serio, como un padre frustrado.
Julián fingió una media sonrisa.
Lo conocía demasiado bien para no notar la tensión en la mandíbula. No era imbécil: ya sabría lo que había ocurrido con su hija y no lograba disimularlo.
Me daba igual. No tenía energía para analizarlo ni ganas.
—Menuda cara traes —dijo Carlos—. ¿Has dormido en un contenedor?
—Más o menos —respondí.
Nos sentamos.
Ellos pidieron cervezas.
Yo pedí whisky.
Luego otro.
Después otro más.
Carlos intentaba hacer bromas estúpidas para sacarme una risa.
Julián, sorprendentemente, también.
Pero había algo. Lo podía intuir. Incluso con el alcohol haciendo estragos en mi cabeza.
Carlos se levantó de la mesa.
—Voy a por otra ronda.
Cuando desapareció entre la multitud del pub, el ambiente cambió.
Se volvió más denso. Más real.
Julián siguió mirando su cerveza sin tocarla.
—Me lo ha contado —dijo de repente.
La mirada de Julián era una acusación. O una amenaza.
No supe distinguirlo, pero sí entendí a qué se refería.
Y me daba igual.
Negar lo evidente no era una opción y jurarle que no se iba a repetir, una estupidez.
—Ella puede hacer lo que quiera. Y ya te dije que eso es cosa mía.
Nuestras miradas chocaron. Lo vi contener algo.
—Mía —repitió, calmado—. Ten cuidado, Hugo. Sigue siendo mi hija por encima de todo.
El aire se volvió más frío entre nosotros.
No por las palabras, sino por la forma en que las dijo: sin levantar la voz, sin enfadarse, sin mostrar nada.
Tragué saliva.
—No te preocupes —solté, intentando sonar firme—. No voy a hacerle daño. No es mi intención.
Julián sonrió, apenas una curvatura tensa de labios.
—El daño no siempre se hace queriendo —dijo—. Y tú no estás en un buen momento, seamos sinceros.
Aparté la mirada.
—Julián... —empecé, pero él me cortó con la mano.
—Solo te digo una cosa —se inclinó hacia mí, serio, los ojos oscuros, casi brillantes bajo la luz del local—: pase lo que pase, tú y ella no tenéis ningún futuro, Hugo. Grábatelo a fuego en la cabeza. No lo pienso permitir.
Algo dentro de mí quiso saltar, defenderse, empujarlo.
—Me pediste que la protegiera, Julián. Fuiste tú.
—Si llego a saber que la ibas a proteger con la polla, me lo pienso.
Su tono era amargo, hiriente.
Entendía ese rechazo, esa negación y esa rabia. Lo que no entraba en mi razonamiento era por qué entonces había vuelto. Por qué aceptaba perdonarme si todo lo demás le jodía de esa forma.
Fuera como fuese, tarde o temprano tendría que aceptar que Antonella era algo a lo que no iba a renunciar.
Ni por él, ni por Nico, ni por el mismísimo espíritu santo.
Carlos regresó en ese momento, cargado de vasos, rompiendo la tensión de un golpe.
—¿Qué pasa? —preguntó con una sonrisa—. ¿Os habéis puesto intensitos otra vez?
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Editado: 25.11.2025